fragmento de La pasión de la reina era más grande que el cuadro, Margarita García Alonso, Editions Hoy no he visto el paraíso, 2012

fragmento de MI NOVELA  La pasión de la reina era más grande que el cuadro, Margarita García Alonso, Editions Hoy no he visto el paraíso, 2012


Poco  hablaba a la Reina la  tropelía por aparecer en su muro de Facebook. Molesta suprimió el permiso de publicación a terceros, lo cual le costó la retirada masiva de doscientas personas afiliadas a la enorme pancarta que constituía la entrada del Palacio virtual de su majestad. Se fue quedando con aquellos, que estando en el mismo caso, se preguntaban hasta dónde podía llegar la vanidad.
La infinidad de mundos le impide adentrarse en la selva intrincada de su verdadera existencia. Podía salvarse si aprendía, en la enciclopedia médica, la ubicación exacta de los órganos del cuerpo. Despejar  mentiras y  la envidia de seresque le obligaban a recostarse sobre el lado izquierdo para  apaciguar el corazón alborotado.
Mentalmente,  había adquirido destreza en recorrer el hígado, complicado con los éxitos de la humanidad; de tiempo en tiempo bajaba a las  tripas perforadas por ulceras de tanto recibir « me gusta » sobre temas informativos, y silencio total donde confesaba males de reina abandonada.
Una noche,  la Reina Gracia decidió llamarse Margarita, y aplicar como ley arrancarse los pétalos, uno a uno, cuestionando si valía o no la pena enfrentarse a  la popularidad. Alcanzó la maestría en el arte de decir frases a destiempo, en soltar improperios cuando le dolía la espina de la mediocridad. No fueron muchos los amigos, pero lleno su estancia virtual de enemigos al acecho de que perdiera un zapato para comerle el pie. Ella lo sabía y sin consultar a los santos, se sometió al florecimiento; como si estuviese en plena primavera, fue perdiendo el miedo a comentar lo que sentía y  por efecto mágico de la verdad, creció la admiración en los visitantes.
Pudo entonces, propulsada por el ego,  visualizar los riñones y efectuar un recorrido por su pecho;  sumergirse en la corriente de las venas,  destrabar los nudos linfáticos  y,  llena de coraje, extraer su corazón.
Con extrema delicadeza lo subió a la garganta, forzó  la estrecha cavidad de la  boca con una patadita de la lengua y lo posó en la almohada. Durante horas lo contempló. Era violeta, venoso, y latía despiadado, tratando de pasarse del humo de los cigarrillos que fumaba la reina en total cadencia con  los elementos.
Sorprendida  frente al  músculo, descubrió arañazos que tatuaban los ventrículos, y desmayó en un charco de sangre. Al despertar, las manchas, como si fuesen de café, configuraban paisajes de su pasado. Claramente identificaba figuras, lugares, rupturas, encuentros. De un golpe, el corazón había arrojado culpas,  pecados, y los ardores ensuciaban el rostro pálido de la reina.
 Atemorizada, decidió devolverlo a su plaza, a su encierro, pero le costó trabajo. La boca se negaba a tragar esa masa en forma de pera que se debatía histérica  y la garganta seca no facilitó la devolución al pecho de ese corazón que, a falta de oscuridad, se tensaba y volvía de piedra. Como un ciego que recobra la vista, el pobre batallaba con las sensaciones de la mujer.
La reina es insistente y, con esfuerzo sobrehumano,  lo apresó en la caja torácica, pero terminó escupiendo sangre. Repitió la operación durante semanas, hasta  que decidió dejar al bravo órgano en lo alto del librero, lejos de la voracidad de la gata negra. De todas formas, nada extraído ocupa el mismo lugar, ni es el mismo. La traza de la extracción le quemaba, como una cirugía, entre los senos. 
Desde el teclado tiene al corazón a la vista. Le observa ennegrecerse,  azularse,  y le vierte agua azucarada, le da palmadas y continúa escribiendo como si toda la vida fuese  inventar plegarias,  la  frase justa, y  reanimarlo fuese el acto más valiente, razonable e inteligente que le haya sido concedido como don al nacimiento.
La reina Margarita ha podido  agrandar el espacio vital de su corazón y consolarlo, pero nada calma la angustia  mientras se   intoxica  con el aire enrarecido que escapa de las redes sociales.  Sabe que cada minuto  que dedica a responder boberas, suprime una hora a su estancia en la tierra, pero continúa masoquista, entregada a la causa de la comunicación humana, desfallecida en las interpretaciones, invirtiendo en una leyenda a la cual es ajena. Ella sola, en su polo de soledad, muere de mil razones hipotéticas, sin la posibilidad de hacer eterna una pasión.

« Tienes el corazón de poeta, hija,  grita quejumbroso el órgano, ¿qué profesión es esa que aterra, no podías ser otra cosa que poeta?

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Aquí os dejo este libro, vosotros quienes alguna vez vivisteis
para que nunca más volváis. 

Czeslaw Milosz



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