“Ayúdame, querido Dios, a ser buena escritora”
“Ayúdame, querido Dios, a ser buena escritora”
El diario de juventud de Flannery O’Connor, descubierto póstumamente, muestra su enorme fe religiosa, su ironía y su obsesión por escribir bien
En 1958, después de que Flannery O’Connor se sumergiese en el manantial con propiedades curativas del santuario de Lourdes, dijo (parafraseando a una amiga y con la sorna que la caracterizaba) que “el verdadero milagro era no contagiarse de una epidemia a través de esa agua repugnante”. Aunque a regañadientes, había acudido allí como parte de un grupo (“mujeres católicas llevadas en manada de un lugar a otro”, como explicó ella misma) de peregrinación al centenario de Lourdes, viaje promovido por la diócesis de Savannah. La escritora, aquejada de lupus, era consciente de que no le quedaban muchos años de vida, y en ese viaje por Europa quiso intentarlo todo; entre otras cosas, una audiencia general con el papa Pío XII en la basílica de San Pedro.
Moriría seis años después, pero en todo caso la anécdota ilustra a la perfección dos importantes claves de su escritura: la ironía y su dimensión religiosa. El primer aspecto es algo que salta a la vista en una primera lectura de su obra. El segundo, sin embargo, no se percibe tan fácilmente. De hecho, cualquiera que se acerque a sus dos novelas o a sus relatos sin conocer su biografía (nacida en el sur de EE UU y descendiente de irlandeses, era católica hasta el tuétano, de misa diaria) pensaría que está ante la nihilista más desesperanzada, y que si hay alguna presencia sobrenatural en su obra es, a juzgar por el grado de salvajismo, violencia y humor negro, únicamente la del diablo.
Y es que, al igual que autores comoChesterton, Hilaire Belloc, C. S. Lewis,Evelyn Waugh, Graham Green, Tolkieno Eliot, no le hizo falta trufar su literatura de moralina, ni de mensajes aleccionadores, ni echar mano del recurrido Deus ex machina. Creo que en esta sutileza, en este espacio de libertad que concede al lector, radica en gran parte el secreto de que Flannery O’Connor haya logrado emocionar a un público tan absolutamente dispar. No hay más que observar cómo en los numerosos congresos internacionales que se celebran en su nombre es capaz de juntar a curas, monjas y otros religiosos con ateos recalcitrantes, además de otros muchos lectores.
Diario de oración (Ediciones Encuentro), inédito en España hasta ahora, es quizá su libro más explícitamente católico. Fue descubierto en 2002 por el amigo de la escritora William Sessions (quien firma la introducción), a quien conocía porque ambos colaboraban en el periódico de la archidiócesis de Atlanta, cuando revisaba sus documentos para escribir su biografía autorizada. Cubre el periodo que va desde enero de 1946 hasta septiembre de 1947, cuando era una joven estudiante de 21 y 22 años en el Taller de Escritura de la Universidad de Iowa. En este ambiente intelectual conoció una nueva filosofía, leyó a Kafka por primera vez y encontró a los mejores escritores de la época, cosas que sin duda debieron poner a prueba su fe religiosa.
Se trata de un documento que, si bien puede resultar un poco naíf o hasta mojigato en ciertas partes, es de enorme interés y junto a El hábito de ser, la antología con la correspondencia reunida por su amiga Sally Fitzgerald, nos ayudan a descubrir el rostro más sincero e íntimo de esta autora. Primero, porque en él palpita el germen de su escritura, y segundo, porque nos permite acercarnos a los comienzos, las obsesiones, las manías y toda la energía creadora en bruto de una escritora que es hoy uno de los grandes mitos literarios de EE UU.
Uno de los puntos en los que Flannery O’Connor incide en este diario es el de la gracia divina, tema vertebrador de su obra, ya que sobre ella se construye el patrón narrativo que repite una y otra vez en sus relatos. Como católica devota, solía decir que la gracia divina se derramaba sobre sus personajes en forma de acciones tramadas por el mismo diablo. Resulta interesante, por tanto, hasta qué punto ya estaba dándole vueltas al tema y, sobre todo, a cómo encontrar la manera de convertir su escritura en una práctica religiosa para no perder su fe: “Permíteme que los principios cristianos permeen mis obras y, por favor, que se publiquen mis obras para que los principios cristianos permeen (en los lectores). Oh, Señor, temo perder mi fe”, dice en una de las entradas.
Interesante asimismo es cómo conecta la gracia con la mediocridad: “Creo que aceptarla [la mediocridad] es aceptar la desesperación. Debe de haber una forma en que los mediocres de nacimiento se liberen de ella. Esa forma tiene que ser la gracia”. En las páginas de este diario, Flannery O’Connor descubre muchas cosas dentro de sí. Aparte de la mediocridad (¡ella, que no lo era ni por asomo!), están la presunción, el egocentrismo, la hipocresía, la pedantería y la tibieza, que aborrece y de las que se quiere librar: “¿Y qué podría hacer con esos sentimientos, a veces de miedo y otras veces de alegría, que yacen demasiado profundos dentro de mí como para que mi entendimiento los alcance? Tengo miedo de las manos insidiosas, oh Señor, que manosean la oscuridad de mi alma.”
Está claro que la inspiración literaria proviene mucho más de los fondos turbios y prohibidos que de una voluntad concreta. En este sentido, comprobamos aquí que toda esa entidad oculta (la denominada sombra por Carl Jung, que sin duda todos llevamos dentro) ya se agitaba sordamente en Flannery O’Connor a los 20 años: de esa oscuridad nacerían sus mejores páginas. Sobre todo resulta aleccionador comprobar con qué arte y maestría consiguió digerirla y volcarla posteriormente en sus personajes e historias, convirtiéndola en energía creadora.
De manera reiterada aparece en este diario la obsesión por ser una buena escritora y le pide a Dios por ello (“Por favor, ayúdame, querido Dios, a ser una buena escritora y a que me acepten algo más”). Paradójicamente, como nos dice William Sessions en la introducción, los años de enfermedad y sufrimiento fueron los más fructíferos de la carrera de Flannery O’Connor y en ellos escribió algunas de las mejores obras de la literatura americana. Este diario es solo el comienzo, y si bien el agua del manantial de Lourdes y la audiencia con el Papa no obraron en ella el milagro de su curación, al menos podemos congratularnos de que sus oraciones fueran atendidas.
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