325 aniversario de Matanzas
Felicidades a la ciudad de MATANZAS en su 325 aniversario, a los matanceros.
He rescatado esta vieja carta postal de la web, la amplié y colorée, era tan chica que no sale perfecta, pero me trae muchos recuerdos. FELIZ DIA a mi querida ciudad.
CAPITULO XVII, de
Amarar en Porto Matanças,
de Margarita
García Alonso.
“Lo difícil es amanecer, la primera luz sobre
la ciudad”.
Facundo Vicente
Rodrigo de San Carlos recibió la orden de
que subiese al
navío, bajo la voluntad del capitán Ferreiro,
con la estricta
recomendación de no salir a cubierta
hasta el despacho
de la mercadería del nuevo continente.
Cuando estuviese
echa, esperaría al amanecer para
llegarse al puente
y contemplar a la sazón, con toda la priesa, la
mar helada y el
airecillo de un bufante puerto, anciano y
estático.
Maldiciendo desde
Cristo hasta el último funeral visto, halló en
la bodega una
pierna aderezada para la travesía, rosada y con
olor perverso a
carne manida, cual los glúteos desbordantes de
ama Pancha, que le
sirvieron de escondrijo tras el sofoco y la
corrida en la
aparición súbita del padre de la acariciada.
El corazón le
salta. Tiempo imperfecto, agonía entre ropas
ceñidas y escaso
esplendor de la carne. La carne olorosa a
entrañas, apartada
por la mar, erizada de cabezas que soplan
fuego y sueltan
rayos por los ojos, de tentadoras mujeres-peces
cantando en
madrugadas, y él sin correas, con el temor al brinco
que le llevará al
fondo de algas.
Cierta cantidad de
moneda suena en la bolsa de cuero que le
impuso el suegro
en el cuello; hombre armado para temer y no
implorar, quien
sable en mano, amablemente le propuso el viaje
o la permanencia,
salvo promesa de no respetar la vida.
Ahora el hombre,
monedas tintineantes, mira un puerto y la
bajada del correo.
Dicen, le han dicho que no puede descender
hasta México, pero
él ve tierra, un hombre desilusionado que no
encontró sirenas,
ni vientos, ve la tierra, y se aleja, se confunde
en el arribo a una
isla, prometida y nombrada como la llave de
los golfos, de la
América, de los descubrimientos.
Diría Facundo que
fue el hambre y el recuerdo de la carne los
consejeros de
enrolarse como lustrador de botas en la tropa
conquistadora,
mejor oficio que a golpes de cincel extraer del
rompimiento los
bloques de las primeras edificaciones del
mundo que se
levanta.
Diría Facundo que
fue el hambre y su mala lengua los
consejeros de
desperdigarse monte adentro en busca de una
tojosa y luego
entre asombro y uno que otro fruto, enamorado
del camino andar y
andar sin rumbo fijo hasta perder esperanza
de abandonar esas
linduras.
Al menos no
moriría de la solera y las tripas descansarían de
manifestarse,
diría que andaría, pues el hombre, en el monte
solo tiene
estrellas velando y sin encomienda qué hacer,
antes de que suene
la trompeta del silencio.
Leguas y leguas le
destrozan las botas. No cuenta los pasos
pues mira la
intensidad y transparencia de la luna llena y las
plantas parásitas
enroscándose en los árboles del paraíso.
Algunas grutas en
las elevaciones le brindan cobijo. Los
vampiros voladores
acechan y ha de espantarlos con ramajes de
picuala y el
crucifijo.
Busca siempre el
llano que es donde menos cansa el cuerpo y
llega al valle y
al espejismo de un río, nacido de una abertura
entre dos rocas,
correntino hasta el mar.
Allegado a una
Ceiba, combínele proveerse de alimento y
reformarse con la
abundancia de agua. Por precaución, hinchó
su odrecillo en el
río- poco había tocado en el instrumento- y lo
compuso con harina
de maíz tostada. Luego penetró desnudo
en las aguas y se
acarició en la noche, largamente se despojó del
polvo.
De esta suerte e
ímpetu de frescura destrozó una calabaza con la
espada y se tentó
al amarillo. Temiendo que el manjar quedase
en olvido, recogió
las semillas en su bolsa de cuero para
juntarlas luego de
la jornada y regalarlas a su dama cual fino
collar de hechura
de este mundo, y no del otro enjoyado y
caballero.
Con gran tiento
rastreó la orilla; con especial cuidado apartó
arpones y anzuelos
sin lengüeta en número de cinco.
Descubrimiento que
le impidió conciliar el sueño, esperando la
aparición de los
indios.
Pudo más la
canturía de las aves que el consistente resistir y
antes de tenderse
aunó manojos de fibras vegetales, reforzadas
con palos, y
construyó un suelo cielo que espantaba bichos e
intromisiones
humanas.
Un verde amansado
por el río le impuso que estaba lejos, en
soledad de gente,
no de melancolía. La niebla parecía un papel
que crepitaba con
los movimientos del hombre.
Facundo subió
entonces la colina, desafió la virginidad de la
selva, apartó un
arbusto en lo alto y vio el mar, la enorme y
sosegada bahía de
cristal azul.
Hombre primero que despeja la
visión, el campo
abierto al conquistador que besa cruz y
murmura: “Cito:
ante tanta beldad, que estas tierras conocerán el
amor, yo, Facundo
Vicente Rodrigo de…”
Y el grito, mezclado
al crujir de la
blanca cortina dio paso al alba de un hombre en la
montaña.
Estando él encima
no despertaba del encanto y se atuvo a
llegarse a la
costa y andar. Otras jornadas a andar, andar
siempre pegado al
mangle, al arrecife, atemorizado de tanta
belleza que jamás
tendría cabida en los hombres.
Se dio por muerto
y errante, se dio por repasar lo que guardaba
el corazón, se dio
de bruces un atardecer con las patas de un
caballo y luego
retornar entre miradas, bajo capota, al cuartel.
Nuevamente
expulsado a la tropa.
Mal sería su
aspecto cuando las miradas se humedecían al
contemplarle. Bien
se ocultaba la lengua que no le acompañaba
en el relato.
“No me alargo,
aunque bien podría. Es el camino _repetía _ de
la ciudad
prometida por Dios, ciudad sin nombre, hermoso y
gran bajío hasta
el mar, con arboledas muy grandes.”
Entonces desmayó
para no retornar. Facundo angustió de su
traición, había
vendido el secreto de lo único que le pertenecía.
Apercibió el maese
de campo, junto a la cuadrilla y dos clérigos,
que el relato del
moribundo no venía sólo del delirio. Hizo la
reseña, con la
orden de que el escribano específicase que perdió
la vida en
servicio de su majestad y de Dios, cosa que así se
recogió. Luego
mandó a la gente de servicio que sepultasen el
cuerpo junto a un
palmar, al abrigo del sol; que preparasen
provisiones y se
dispuso a partir.
La tropa formó en
la plaza, donde Facundo reposaba en el suelo,
su cabeza oculta
en un trapo, las manos sueltas, como un
guerrero desgajado
que empieza a amarillear.
De la mano
derecha, caían semillas de calabaza, desprendidas del cuerpo, se
perdían en los
canalizos inesperados de las primeras lluvias.
El rumbo de las
semillas fue avistado por una chiquilla
andrajosa, quien
nacida en alta mar, arribó huérfana a esta orilla
de la creación.
Ella inició el desfile al bajar la cabeza ante el
muerto; la tropa,
como era menester, pasó sombría y a distancia,
galón en mano. Más
era tanto el espíritu del que yacía, era tanto
el correr de las
semillas que terminaron animándose y
consolándose con
vino.
Quedaba un sitio
por nombrar; sentían, bruscamente, un agolpar
del pecho.
Desconocían que en el mes de octubre del año mil
seiscientos
noventa y tres se haría realidad la sentencia de
Facundo: el
paraíso tendría nombre: Matanzas.
Matanzas: ciudad
entrevista, nacida del alejamiento, la soledad
y el amor.
_ Me parece
incomprensible, es un texto escrito en español
anciano _sentencia
Manuel.
_ ¡Hombre, hablan
de amor y de muerte!, añade Elio, Borges decía
que la historia es
modelable.
_Historia de la
fundación de Matanzas, que quiere decir
carnicería,
matadero _critica Alberto, mientras dobla la hoja y
la deposita, con
cuidado, en un orinal.
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