Las flores de Hermenegildo
Hermenegildo Anglada Camarasa
(1871 – 1959) was a Spanish painter.
Luis Marimón
Desde mi jergón lunático
Desde el origen de mi lengua, escribo
y la ceguera es como si la noche
se me estuviera metiendo por los ojos.
La locura es lo único que ya
hace explicable la vida.
Por eso
en tu vientre renazco con los múltiples
espejos de oscuridad. Es una malarrabia
y el universo, cabe en el corazón.
Yo soy tú cuando te naces,
tú eres yo cuando me muero;
somos los dos la misma cosa y luego
prosigue la sucesión, cesa el olvido.
Dentro de mí casi siempre ando vacío...
En la selva de mágica espesura
veo tus ojos húmedos como ángeles dormidos
donde los unicornios de su neblina adentro
celebran sus raros ceremoniales.
Un cuarto y un ataúd son semejantes.
Lo único que los diferencia
son sus ventanas.
La ventana de un cuarto mira hacia afuera
y la de un ataúd, hacia sí mismo.
Es su totalidad lo que me aterra; aquello
que me hace cumplir con el
misterio de la niebla,
su leyenda
Todo es aparente, todo escapa
como aquella niña desnuda
de mi visión.
Vagamente he profanado las marismas,
por mis acuosas pupilas han rielado
la hondura bermeja de los ponientes,
la desmemoriada
ceniza de los heléchos.
Aquí me he dado cuenta de que siempre estoy solo.
Por eso grabo tu nombre en el moho petrificado
de la luna.
Soy sólo el soñador que trenza la cabellera de Medusa,
que deshace su follaje fatídico;
impostor que comparte su presa
con los tumefactos chacales de la noche;
estático navegante que construye su casa
dentro un leviatán.
Yo amo en ti, ah, mi Circe,
por lo que me dificultas
y el mundo por lo que me agrede;
porque conviertes la aparente
cantidad de la respiración con que vivo,
como aquel que ya sólo existe por costumbre.
Invariable trato de ser,
exacto allí donde los páramos se amotinan
y muestran la estirpe de las piedras cifradas
y latentes.
Pero tengo dos corazones: Uno, para morir y el otro
para estar oscuro.
A ninguno de los dos los entiendo.
Veo el mundo como aquel que por heredad tiene la
ceguera
que le muestra el exacto sentido
de esa extraña cosa que fluye dulcemente tras sus ojos
tapiados
y le muestra los planetas
y las constelaciones.
Todo ello es causa de esta barba donde se despeñan
manadas de caballos que llegan incendiados,
los cabos de cigarro, las botellas de aguardiente, allá,
en el suelo.
A veces dejo de escribir;
escribir sobre algo es dejarlo, para siempre,
encerrado en el papel.
(Toda página manuscrita es una cárcel,
todo papel es una tumba con brazos de hierba,
abiertos.)
Desde mi jergón,
—como si fuera un barco en pairo—,
voy a la aventura.
Veo las olas, son
niños de espuma que no terminan
nunca de cesar de un todo.
Fantasmas: naturaleza muerta de los cuerpos vacíos.
En mí transcurren los siglos y refluyen
en las pacientes ruinas las soledades.
Y ya no hay alimento más poderoso que las astrales
abejas que entran por mi boca
y urden su panal de despiadado olvido en mi memoria.
Sales del río: verde, pura y te llevas
en el pelo su humedad antigua.
Eres la que en un dialecto sin palabras
erige la trama de tu cuerpo y mi sombra,
la apariencia de un azul brutal que siempre
a mí te aproxima.
Todo deforma la ficción que represento
y vivo.
Amo la flor del cacto: la única que nació
para olvidarse.
Fanático divago: el tiempo es mi casucha,
mi bandera es tu cuerpo y sigo siendo el sufridor,
intenso intérprete de lo aparente.
Voy a morir pensando
envejecer después de haberte querido,
fue una gran epopeya.
Veo, palpo como pasan las horas
y sé que nacer es llegar a un sitio
desconocido y oscuro de uno mismo.
Nutrificado y vacío, corrompo el verbo,
la canción me salva y nada me salva.
—Ya es imposible edificar, como una torre de Babel,
un vocablo sin antes deshacerlo,
quemarlo, maldecirlo—,
como un molino que despaciosamente
triturara las horas y las eras.
Creo, en el mundo, lo único definitivo
es simplemente aquello que es efímero.
En los naufragios del tiempo
llegan a sus costas esa vaciadas sombras
y entonces comenzamos a ponerles
esas máscaras que en su huida
dejaron abandonadas los actores.
Nacemos y ya somos
una vieja verja que se llevó el viento. Nacemos
y ya somos perseguidos.
Escucho las insomnes ramas
partirse como columnas vertebrales;
filosas hojas que muerden; cuchillos de obsidiana.
Todas las bestias del universo hoy andan hambrientas;
me intuyen, olfatean,
siguen mi rastro un poco más allá de mí
y muerden mi hígado Prometeico.
La luna también mutila
con su frío cántico,
mi corazón.
Todo me ataca. Estos parajes
descifran algo que yo siempre
quise decir:
Lo que está por venir se está pudriendo.
Lo que está vivo es polvo y es reliquia.
El ámbito que me encierra y por el cual camino
es el más fantástico laberinto de mi carne,
esa cosa amarga que titubea cerca de mis coágulos
y mis cartílagos: mi patria entera,
mi patria que eres tú desnuda
y todo tu abismo y silencio.
La hojarasca cae y me sajan en sus crepitaciones
las pupilas
para ofrecer a esos dioses que cada hombre,
como una incurable enfermedad, padece;
lo que está detrás de ellos, encerrado.
¿En qué lugar del cielo está esa estrella?
Desde mi jergón lunático me engendro
y paro.
Una habitación también es una pirámide
y voy a cerrar su única entrada
para que en mis manos comience a crecer la arboleda,
para que resuciten mis resplandores.
Muchas estrellas hay,
pero yo quiero aquella.
Veo la cabeza de M que ando rodando por el patio
y de su cuello irrumpen miríadas de peces.
¿Qué voy a hacer con tanta
carne de amor,
interrumpida;
si ya cualquier otro ser me asoma al mundo?
Todo es estéril; esta noche me asombra
y tengo hambre y a comer comienzo de mi propia
lengua.
Todo es vacío; hasta ese gato que en el techo enloquece
y me trae la húmeda
cabeza de mi amor...
Un sueño,
otro,
el que siempre me hace decir:
El único mensaje de mi poesía al hombre es éste:
¡Nunca mueras!
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