Sepan que no soy una persona que llore fácilmente.

Portrait of a young woman by Vlaho Bukovac, oil on canvas 1900.

"Odio el espectáculo del sufrimiento" ORIANA FALACI

Cuando voy a ver sus sucias guerras, también hago política, también soy política. Como la guerra de Sharon. Y ésa es la parte de mi trabajo, de mi deber, que menos me atrae. Como corresponsal de guerra he seguido de cerca la mayor parte de las guerras de los últimos quince años. Estuve en la Guerra de Vietnam; fui varias veces, durante ocho años. Estuve en la Guerra Indo-Paquistaní, en la de Bangladesh, en el conflicto de Medio Oriente, en las bases secretas de los fedayines en Jordania antes de que los barrieran, y todo eso sin contar las varias insurrecciones en Latinoamérica y otras partes (que también eran guerras), y en cada oportunidad odié esas guerras como aquel capitán norteamericano de Dak To, en Vietnam, que antes de conducir a sus hombres a la batalla por la colina 1383 me dijo: "Cada vez es la primera vez, y cada vez es peor, porque conozco mejor lo que me espera".
Dirán que somos corresponsales de guerra, que ir a la guerra nos gusta. Nos movemos bien, casi con gracia: el casco nos queda bien, lo mismo que el chaleco antibalas, y hasta el uniforme cuando estamos obligados a usarlo. A mí no. No soporto los uniformes, considero que el chaleco antibalas es una prenda incómoda y siniestra, porque pesa mucho y entorpece el movimiento, y me siento desesperantemente ridícula con un casco en la cabeza. Pero más que el casco y el chaleco y los uniformes, odio el espectáculo del sufrimiento. Odio la muerte.
Sepan que no soy una persona que llore fácilmente. De hecho, y lamentablemente, no lloro jamás. Tampoco soy una persona que se impresione fácilmente frente a las atrocidades. He visto demasiadas. Y sin embargo, cuando estoy en medio de una guerra, mis ojos están siempre húmedos de lágrimas y se me hace un nudo en la garganta que no me deja hablar. Así fue en Beirut. Cada vez que Sharon bombardeaba desde tierra, desde el aire, desde el mar, y el cielo sobre la ciudad se ponía rojo y negro como el inferno, se me llenaban los ojos de lágrimas y no podía abrir la boca. Ni siquiera para insultar a alguien que una noche me dijo: "Es excitante. Sentía curiosidad de ver este espectáculo al menos una vez, y hay que admitir que, desgraciadamente, es excitante". Cuando se trata de la guerra, desconozco el significado de la palabra excitante. Y el de la palabra curiosidad. Ni siquiera la primera vez, cuando fui a Vietnam, sentía ese tipo de curiosidad. De hecho, ya sabía lo que era la guerra, desde chiquita. Como los niños de Beirut, aprendí desde chiquita a huir corriendo de las bombas, a soportar el terror de las incursiones aéreas, el fuego de la artillería, las ruines balas de los francotiradores, el miedo, la destrucción, la muerte, el sofocante hedor de los cadáveres.
Durante la Segunda Guerra Mundial, aprendí que no es lo mismo estar en medio de una guerra que mirarla por televisión, donde queda convertida en un espectáculo parecido a un partido de fútbol. De adulta, también aprendí lo que es una masacre. Si bien no había visto la de Beirut, vi las de Hué, en Vietnam, la de Dacca, en Bangladesh, las del DF en México, donde me metieron tres balas, y puedo asegurarles que la televisión no refleja ni remotamente lo que es una masacre. Y las fotografías tampoco. Las fotografías no hieden.
Sí, ya sé: todos odian o dicen odiar la guerra. Pero todos la aceptan como parte de la vida, o al menos como una maldición que forma parte de la existencia. "Siempre hubo guerras y siempre las habrá." Dejando a un lado a los malnacidos que no sólo no la odian sino que hasta creen en ella, con bombos y platillos. Por ejemplo aquel caballero, un judío norteamericano que trabajaba para el Instituto de Estudios Estratégicos de Washington, a quien conocí en la casa de la hija de Moshe Dayan, Yael, en Tel Aviv. El señor me dijo con toda arrogancia: "La guerra es bella". Y hubo otro que le respondió: "No es bella, sino necesaria". La guerra no es necesaria, ¡desgraciado! Ni tampoco es una maldición inevitable. Yo les digo lo que es la guerra: la cosa más idiota, más ilógica, más grotesca del género humano. Es el crimen legitimado más abyecto, más inaceptable, que puedan cometer los bastardos que nos gobiernan. Es el último recurso de los imbéciles que no saben resolver los problemas con el cerebro, porque no tienen cerebro. Y entonces hacen la guerra. No. No hacen la guerra. Mandan a otros. Como dijo el general Galtieri durante la Guerra de las Malvinas, quienes deciden las guerras no son nunca quienes van a la guerra. Ni siquiera la miran por catalejo. Mandan a los demás.
El caballero (sigamos llamándolo así) del Instituto de Estudios Estratégicos de Washington tampoco había ido nunca a la guerra. Pero mandaría a otros. A jóvenes saludables, como ustedes.

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