Páncreas, ecología y carpintero, por Anna Sotelo

"La buenaventura" #JulioRomeroDeTorres

Páncreas, ecología y carpintero, por 
Anna Sotelo

Después de los 50, la hipocondría es un mal cibernético. Cualquier malestar nos abre ventanas virtuales al delirio y el abanico extiende sus plumas hacia dolencias improbables o fulminantes, que nos llevan a hacer cálculos de tiempo, para dejar resuelto, todo lo que en una vida, hemos ido dejando correr en los sinuosos límites del ‘mañana’.

Si la sintomatología es reconocible, no hay tiempo que perder. Habrá comenzado un proceso de automedicamentación que cubrirá el espectro de la medicina convencional, alternativa, religioso-esotérica y familiar. Luego para que nadie quede fuera, invocamos al Universo, a los Orishas y a La ley de atracción con Metafísica incluída.
Hasta ahí suena fácil.

Un buen día descubrí que pese a la indiferencia que esgrimo hacia las pequeñas molestias, mi cuerpo me alertba de que en el costado izquierdo, un ojal, dejaba pasar el aire y se llevaba por él, la fuerza y la energía junto a las vibraciones de los autos y hasta con los agudos de algunas melodías. Sin patrones de tiempo, alimentación o sueño, no dejaba de recordar esa zona, donde, para decirlo en términos humanos, no tenemos nada. 

Bueno, no tanto como nada. Averiguando se desvaneció la idea. Hasta allí llega una terminal afilada del hígado, que es una entraña importante, enorme, digna de una enfermedad que se respete; pero para eso debía cumplir con, al menos, uno de los síntomas. Lo descarté mientras deambulaba por los coloridos mapas del cuerpo, donde cada industria interior, recibe un color acorde con la realidad, o con las preferencias cromáticas del diseñador. 

El páncreas y el bazo seguían en turno, listos para someterse al escrutinio, entrando en el cenagoso terreno de las químicas complejas, donde no basta la figuración para el empírismo casero, si tenemos en cuenta que la bioquímica, tiene exámenes avanzados hasta la obscenidad.
El inconveniente lo traía la errática intermitencia de la sensación. Esas vísceras no se andan con paños tibios, si te van a liquidar, te miran a los ojos y te muestran quién son, absorben tu atención, como un mal amante y te dejan claro que no te abandonaran hasta el festín de las larvas. La descalificación vino por su falta de persistencia.

Me quedaba el estómago, mi órgano elastizado. Maltratado y matratante, en idéntica proporción. Tan sociable y trabajador que siempre quiere estar “en contacto” o “procesando”. De geometría caprichosa, cuenta con un abultamiento, algo como la sala de estar de las flatulencia, científicamente se llama Cámara de los gases. Cámara, sí, como la de los políticos.
El aire es un misterio necesario e invisible, razón para concederle todos los poderes…y por largo tiempo, me vi ingiriendo todo tipo de pastillas, con la grandísima ventaja, de que por lo menos, no dañarían mi estómago.

Hasta aquí, es una historia de tripas. 

Ahora viene el coco del dulce de coco, que es lo único que nos comemos tal y como viene en la lata. El resto de las cosas, tendemos a modificarlas a nuestro, gusto y personalidad. 

Así, mi casa necesitó un handyman, y tras una larga secuencia de intentos, que incluyó _infructuosamente_ un handygay, conseguí un carpintero, que si bien en un principio, atacó la yugular de mi billetera, luego se hizo amigo y hoy vivo recordándole que, la renta no se paga con arroz con pollo.

Una de esas tardes mientras preparaba un café, le mostré las bisagras de un mueble de la cocina, de las puertas que van debajo de fregadero. El gozne de la izquierda estaba corroído, cayéndose a pedazos, pronto noté que el de encima iba por igual camino. Abrimos el otro lado, con idea de encontrar una situación semejante; pero el lado derecho estaba sólido e incorruptible; aunque me agradó el mensaje subliminal, resultó incoherente con el mundo de los objetos. Nos quedamos pensando.

Ese gabinete hace esquina a la izquierda del fregadero, dejando un nicho de pésimo acceso, como en todas las cocinas que cometen ese error ergonómico. El área es húmeda y la aproveché para guardar los líquidos de limpieza de toda la casa, los galones vienen en recipientes rectangulares, no se desperdicia una pulgada. 

Por su escaso tamaño, al lado derecho le asigné objetos pequeños como bolsas, cepillos, y dos o tres pomos, esos grandes, tan buenos, que pocas cubanas se atreven a desechar.
Quedaba libre bajo el fregadero. Una nívea avenida que se me antojó magnífica para reposar las cajas de botellas de agua, traídas directamente del prístino manantial de Zephyrhills. No pierda su tiempo tratando de convencerme de lo contrario. Allí reposarían como en un garaje de doble puerta, tan propias como hospitalarias, a la hora de calmar mi sed y la de mis visitantes.

Todo hasta aquí estaba muy bien, la pureza del agua, el uso óptimo de los recursos, y pronto las siniestras y corruptas bisagras serían reemplazadas. Tomamos el café, hablando de “Un mundo para Julius” y arreglando otra porción de mundo, equivalente al ‘tempo’ que lleva el acto.
Los herrajes cedían sin resistencia, los pedazos se le deshacían en sus manos de hombre de trabajo y un polvo cobrizo cubría la superficie de oxido que iba sacudiendo. Mientras me comentó de los espíritus que desprenden todos esos “químicos” y la porosidad quasimolecular de las transparentes botellas. 

Eran todas las posibilidades que tenía de estarme envenenando a través de la inocente contaminación del un agua, que llegada de las entrañas de la tierra, se encerraba a intercambiar con sustancias de dudosa bondad.

Me lo explicó con respeto y ese tono de temor conque se cuentan historias de ánimas y aparecidos. Por supuesto que me resistí, pero saqué la caja…
_”Esto es pa’complacerte na’mas”.

Lo cierto es que nunca volví a reusar los “parqueos” y ahora, cotejo las botellas en el refrigerador desde que llegan. 

La brisas dejaron de pasar por el ‘ojal’ llevándose fuerza y vida de este cuerpo y a veces una reminiscencia mental, chequea el costado, que no por insensible me es indiferente. He perdido el miedo y gané la valiosa noción de no tener tanto tiempo y de vivirlo con mayor gratitud.
Cuando se lo conté a mi doctor, se alegró:
_“ay, qué bien, que saliste del ‘tiqui tiqui’ ese…”

Con cada sorbo de agua iba acortando mi salud. Me siento bendecida, como las malas yerbas que “lo que les gusta es vivir”; pero no dejo de pensar que con purísima agua de manantial, me estaba suicidando y no con las dioxinas del plástico o el monóxido de carbono. 

Muchos son los contaminantes que usamos y no vamos a pedir perdón por la evolución. El hombre ha destruido y aportado al planeta; ha extinguido en la misma medida que ha protegido y rescatado especies. La tierra, como organismo vivo, está sujeta a cambios que a veces sentimos y otras ni nos percatamos. No siempre somos los responsables. Algunas veces por ignorancia, otras por avaricia causamos un daño sin intención; pero es una justa verdad de que no somos tan poderosos, como para provocar cambios que el planeta hace solo.

Piense en el sistema solar y piense en un átomo. Verá que somos tan grandes, como tan pequeños. La contaminación no es un asunto de leyes, es más propio de la buena voluntad, el sentido común y de observar los detalles cotidianos.
Y si no, pregúntele a mí carpintero.

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