nunca me concedieron la patente.

Giovanni da Modena, ‘Inferno’ (Detail), c. 1410


El señor Terry ha hecho referencia a otros de mis inventos. Haré sólo algunas puntualizaciones aquí, puesto que parte de mi trabajo se ha interpretado mal. Me parece que debería decirles unas palabras sobre un empeño que más tarde absorbió mi atención. En 1892, dicté una conferencia en la Royal Institution, y lord Rayleigh me sorprendió reconociendo mi trabajo en términos muy generosos, algo que no se acostumbra hacer y, entre otras cosas, expuso que yo realmente tenía un don extraordinario para inventar.


En aquel entonces —se lo aseguro—, yo apenas me había dado cuenta de que era inventor. Recordaba, por ejemplo, que cuando era niño podía salir al bosque y cazar todos los cuervos que quisiera, y que nadie más lo conseguía. En una ocasión, cuando tenía siete años de edad, reparé un coche de bomberos que los ingenieros no conseguían hacer funcionar, y me pasearon triunfalmente por la ciudad. Construía turbinas, relojes y dispositivos semejantes como ningún otro niño de mi entorno. Me decía a mí mismo: «Si realmente tengo un don para inventar, lo dirigiré a algún gran propósito o tarea y no malgastaré mis esfuerzos en pequeñas cosas».


Entonces, comencé a cavilar cuál era el hecho más grandioso por conseguir. Un día, cuando iba caminando por el bosque, se desató una tormenta y yo corrí a refugiarme bajo un árbol. El aire estaba muy cargado y de repente apareció un rayo e, inmediatamente después, comenzó a caer un torrente de agua. Eso me dio la primera idea. Me di cuenta de que el sol impulsaba el vapor de agua y de que el viento lo diseminaba por las regiones, donde se acumulaba y alcanzaba un estado en el que se condensaba fácilmente y volvía a caer sobre la tierra. Esta corriente de agua que da vida se mantenía por completo gracias a la energía del sol; y el rayo, o algún agente de este tipo, parecía únicamente el mecanismo de un gatillo que liberaba la energía en el momento adecuado. Comencé y ataqué el problema de construir una máquina que nos permitiera precipitar esta agua cuando y donde quisiéramos. Si esto era posible, entonces podríamos extraer cantidades ilimitadas de agua del océano, crear lagos, ríos y cascadas y aumentar de manera indefinida la energía hidroeléctrica, de la que ahora hay un suministro limitado. Esto me condujo a la producción de efectos eléctricos muy intensos.

Al mismo tiempo, mi trabajo inalámbrico, ya comenzado por entonces, iba exactamente en esa dirección y yo me dediqué a perfeccionar ese dispositivo, y en 1908, presenté una solicitud en la que describía un aparato con el que yo pensaba que se podía conseguir el prodigio. El examinador de la Patent Office era de Missouri, él no creía que aquello se pudiera hacer y nunca me concedieron la patente. Pero en Colorado, yo había construido un transmisor con el que produje efectos que, en cierto sentido, eran al menos tan intensos como los de un rayo. No me refiero a efectos de potencial. El mayor potencial que alcancé era de unos veinte millones de voltios, lo cual es insignificante en comparación con el del rayo, pero algunos efectos producidos por mi aparato eran mayores que los de aquél.

Por ejemplo, en mi antena yo obtenía corrientes de entre mil y mil cien amperios. Eso fue en 1899 y ustedes saben que en las mayores plantas energéticas de hoy sólo se utilizan doscientos cincuenta amperios. En Colorado, un día conseguí condensar una espesa niebla. Afuera había neblina, pero cuando encendí la corriente, la nube del laboratorio se volvió tan densa que, cuando ponías la mano a sólo unos centímetros de la cara, no podías verla. Estoy totalmente convencido de que podemos erigir en una región árida una planta de diseño adecuado, hacerla funcionar de acuerdo con ciertas reglas y con cierta supervisión y, por este medio, extraer del océano cantidades ilimitadas de agua para regar y obtener energía. Si yo no vivo para llevarlo a cabo, otro lo hará, pero estoy seguro de hallarme en lo cierto.

TESLA

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