VICIOS, MISERIAS, Y UN VIEJO DOGMA LLAMADO DESTINO
Zinaida Serebriakova (1884 - 1967)
del libro Todos los semáforos en rojo, 2009
VICIOS, MISERIAS, Y UN VIEJO DOGMA LLAMADO DESTINO
Mariene Lufriú Rodríguez(Pinar del Río, 23.07.1987)
Ni siquiera había nacido
y ya mis padres
juntaban las manos
sobre sus cabezas,
miraban al cielo
y pedían a Dios
que yo fuera normal:
con todos los dedos, las partes,
las ideas
que exigiría mi tiempo.
Así crecí,
al margen de los huecos y descampados
que también conforman el alma.
Fui todo lo necesario
para que mis padres
volvieran a mirar al cielo
y dijeran gracias:
Dios me había armado
como rogaron alguna vez.
Ante el ojo inquisidor
de mi ciudad
yo era normal.
Ante el mismo ojo
–esta vez ciego–
de mi ciudad
me precipitaba al fondo de los huecos
y me hundía en la soledad
de los descampados
que también conforman el alma.
Poco importaba mi condición
de semilla estéril
porque la gente que pasara cerca
habría de encantarse
con mi frescura eterna de árbol.
Yo sería un hilo más en el mantel,
otra simétrica raya del tigre,
la gota idéntica y sumisa
que se despeña
con el torrente de una época.
Perdón y vergüenza
si se me escapara en público
la diferencia.
Así me escurro
entre los años
y agradezco casi con rencor
a los que me hicieron normal,
que también incluye
dibujarme a ratos
la inequívoca sonrisa de conformidad.
Hasta yo me acostumbro a ser normal,
y me lo creo…
pero mis padres
nunca confiaron en los milagros
ni están seguros de que Dios
los haya escuchado
la primera vez
que juntaron las manos
sobre sus cabezas
y miraron al cielo.
del libro Todos los semáforos en rojo, 2009
VICIOS, MISERIAS, Y UN VIEJO DOGMA LLAMADO DESTINO
Mariene Lufriú Rodríguez(Pinar del Río, 23.07.1987)
Ni siquiera había nacido
y ya mis padres
juntaban las manos
sobre sus cabezas,
miraban al cielo
y pedían a Dios
que yo fuera normal:
con todos los dedos, las partes,
las ideas
que exigiría mi tiempo.
Así crecí,
al margen de los huecos y descampados
que también conforman el alma.
Fui todo lo necesario
para que mis padres
volvieran a mirar al cielo
y dijeran gracias:
Dios me había armado
como rogaron alguna vez.
Ante el ojo inquisidor
de mi ciudad
yo era normal.
Ante el mismo ojo
–esta vez ciego–
de mi ciudad
me precipitaba al fondo de los huecos
y me hundía en la soledad
de los descampados
que también conforman el alma.
Poco importaba mi condición
de semilla estéril
porque la gente que pasara cerca
habría de encantarse
con mi frescura eterna de árbol.
Yo sería un hilo más en el mantel,
otra simétrica raya del tigre,
la gota idéntica y sumisa
que se despeña
con el torrente de una época.
Perdón y vergüenza
si se me escapara en público
la diferencia.
Así me escurro
entre los años
y agradezco casi con rencor
a los que me hicieron normal,
que también incluye
dibujarme a ratos
la inequívoca sonrisa de conformidad.
Hasta yo me acostumbro a ser normal,
y me lo creo…
pero mis padres
nunca confiaron en los milagros
ni están seguros de que Dios
los haya escuchado
la primera vez
que juntaron las manos
sobre sus cabezas
y miraron al cielo.
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