Para Salma, de Arisitides Vega.
Salma:
Letra a letra, palabras con cierto sentido
junto a las que precisé para definir con exactitud
la zozobra, o el deslumbramiento.
El miedo a atravesar el infinito de una pradera
en que un pino fue decapitado
por el cortante filo de una luz
que luego de bruces recorrió la planicie húmeda y fértil,
que tantas veces he cavado
para sepultar a los que al lado mío se desplomaron.
Y las palabras elegidas solo por el sutil sonido del látigo
cuando su arrogancia penetra en el atroz lomo de la belleza,
me han retenido en sitios
en los que quise encontrar otras palabras,
aunque fuesen ruidosas y obscenas,
pero que me sirvieran para conversar conmigo mismo.
Incluso aquellas que se pronuncian
en idiomas desconocidos por mí.
Nada puede definir mi verdad, las alegrías y tristezas,
los sueños y el esplendor de mis mejores días
que esas palabras meticulosamente acopiadas
solo para mostrártelas
aún cuando las pronuncio a ras del suelo,
encorvado por el peso de una lágrima
aferrada a la pupila, más que nada
por desconocer el verdadero sentido de la palabra dolor.
En busca de esas esenciales palabras he atravesado
alguna de las altísimas murallas que parcelan el mundo,
soportando el dolor de las llagas
que el fuego de sus piedras me propiciaron.
Por caminos infinitos y desconocidos,
por los que más de una vez no pude regresar
a los lugares en que quise permanecer
al menos hasta complacerme con un nuevo amanecer
y disfrutar de la suavidad de la palabra esperanza
que escribo con el trazo de mis pies sobre el reverberante sol
extendido sobre una plaza cuyo nombre desconozco.
También me he dejado atrapar por la espuma furiosa
en la que vi penetrar a pescadores intrépidos
enfrentados al hervidero macilento del agua,
desprovistos de sombras
como todo saqueador.
He visto en ellas a nadadores de brazos entumecidos
hundirse en un mar inquieto como cadáveres vivos,
como si fuese el agua el hospicio elegido,
el fin de un viaje esperanzador.
He acampado en paisajes nevados,
pero nunca he sostenido un copo de nieve en mis manos.
Por atajos, por los que no pudiera regresar,
a la cima montañas áridas
revueltas por el insistente soplo de poderosos vientos
que solo pueden embestir las obstinadas cabras
sujetas al rocoso suelo.
De la misma manera que me adhiero,
como las poderosas ventosas de la palma real,
a esta porción de tierra concebida sobre el agua
tal y como si fuese un milenario árbol, una estaca
que no teme al trueno ni a la severa noche
que se abalanza a sabiendas del sagrado pacto
con su infinita profundidad y con Cuba.
He llegado sin brújula ni mapa alguno,
ni otro equilibrio que la sorpresa ante lo desconocido,
a ciudades de altísimos edificios
equilibrados sobre una estela de luces de neón
que anuncian una perenne pascua.
Suntuosos y erguidos, dispuestos a internarse
en el espeso cielo que rozan esas ciudades.
De la misma manera he dormido
en desconocidos pueblos de humildísimas casas de paja
y barro macerado con estiércol de bestia,
segados por un polvo tan devastador
como el que se junta al borde de los abismos.
He visto a mis padres morir en mis arqueados brazos
aparentemente ya sin fuerzas para sujetar el más mínimo peso
y a otros hombres de los que nunca supe nada
enfrentarse con resignación a ese instante
en que su agitada respiración cesa
como si dispusieran de otras vidas.
Me he entregado y me he resistido,
como cualquiera
que alguna vez ha cruzado los brazos,
ladeado su cabeza, reposado su lacerado cuerpo
a orillas de un camino por el que no se espera encontrar a nadie
ni conduce a ningún sitio, ni es pródigo en hierbas
sobre las que pueda descansar.
Pero no me he detenido ante el peso de mi sombra
y aún en los días en que me he sentido desfallecido
la he cargado a mis espaldas.
Como a quien le asiste la voluntad de ser parco
en sus esperanzas,
y se ha enfrentado con osadía, pese al errado movimiento
de un cuerpo que ya no le pertenece, al vacío de una infinita pradera
en que alguna vez levanté mi casa.
No precisarás, hija de indagar,
absolutamente todo ha sido escrito para ti
con estas palabras con las que supuse mitigar el dolor
del que le bastó el paso cadencioso de una noche
para saber la existencia de una dudosa plenitud.
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