iluminación
Este símbolo es una representación de alcanzar la iluminación. La ruta comienza en el centro de la espiral, y a medida que continúe por este camino estás paseando, cada vez más consciente de su entorno. Al llegar a la parte superior del símbolo (la línea recta), has alcanzado la iluminación.
Luís Lorente
(Cárdenas, Matanzas, 17.03.1948)
AGUA MUSTIA
Como una flor de mármol dentro del agua mustia
en la calle Obrapía está Soleida limpiando los cristales
opacados anoche por la niebla.
Y piensa que ha venido el tiempo declarado el fin del ostracismo
para su cara verde de lunes improbable ante el espejo
de un silencio mayor al padecido por ella reina pobre
que tal vez se arrepiente de ser la misma reina
por algún rey infame perseguida.
Navaja en mano, con ella corta, despeja el patio del infortunio
sobre las hierbas cuidadas por sus manos de frío
con las que escribe cada vez más epístolas a escuálidos fantasmas
de antiguos conductores de tranvías.
Como si hubiera sólo una mañana, un sólo cielo carente de caminos,
ella habla de aquellos milagrosos surrealistas que pintaron sus trajes
veraniegos de seda, con luces y palmeras, recuerdos de una Habana
mortecina, en donde, rara avis, conquistaba príncipes arrogantes
y cetrinos que mordían su boca y después se espantaban
volando, abochornados de haberle mancillado los labios.
Está sentada entretenida, cuida sus manos que endurece el frío,
cuida también su pelo como una tarántula afligida
y cuida el laberinto de su vientre, pero no deja de mirar al perro
que sueña con tristeza una llovizna, y por el rabo de su ojo sabe que ella
…………………………………….........……………………. también lo mira.
Lo está mirando ahorcado, languidecido.
El perro jamás se lo imagina porque él está muy lejos,
boca arriba, en medio de un crepúsculo, abstraído
en el bestiario enorme de las nubes.
El perro finge formas de estar muerto, Soleida fingirá
que ella respira entre el bullicio de tinieblas
y sus oposiciones de aceptar el olvido, simple aire que vuelve,
después de haberle dado suavidad en sus senos
cuando permanecían abiertos, a la intemperie,
en que nerviosa oyó la misa negra y desde entonces tuvo
fieles visitaciones a la jungla donde brillantes tigres susurraban
amor en sus oídos mientras el sol moría acuchillado
y se iba desangrando repleto de metales imprecisos,
dibujados con toda la opulencia de la música.
Sombras de Casablanca, sombras de la bahía,
donde hace ostentación la muerte, nada peor,
ni el invisible incendio de los días, qué desastre
para ella que ensaya una sonrisa para poner en práctica su drama,
vestida siempre de diamantes.
El perro atroz, con estrépito ladra, como si hubiera alguien
colgado desde el techo, o los espectadores llenaran las ventanas
para ver cómo vive la infeliz reina pobre
coronada de flores y de espinas.
Como una flor de mármol dentro del agua mustia
en la calle Obrapía está Soleida limpiando los cristales
opacados anoche por la niebla.
Y piensa que ha venido el tiempo declarado el fin del ostracismo
para su cara verde de lunes improbable ante el espejo
de un silencio mayor al padecido por ella reina pobre
que tal vez se arrepiente de ser la misma reina
por algún rey infame perseguida.
Navaja en mano, con ella corta, despeja el patio del infortunio
sobre las hierbas cuidadas por sus manos de frío
con las que escribe cada vez más epístolas a escuálidos fantasmas
de antiguos conductores de tranvías.
Como si hubiera sólo una mañana, un sólo cielo carente de caminos,
ella habla de aquellos milagrosos surrealistas que pintaron sus trajes
veraniegos de seda, con luces y palmeras, recuerdos de una Habana
mortecina, en donde, rara avis, conquistaba príncipes arrogantes
y cetrinos que mordían su boca y después se espantaban
volando, abochornados de haberle mancillado los labios.
Está sentada entretenida, cuida sus manos que endurece el frío,
cuida también su pelo como una tarántula afligida
y cuida el laberinto de su vientre, pero no deja de mirar al perro
que sueña con tristeza una llovizna, y por el rabo de su ojo sabe que ella
…………………………………….........……………………. también lo mira.
Lo está mirando ahorcado, languidecido.
El perro jamás se lo imagina porque él está muy lejos,
boca arriba, en medio de un crepúsculo, abstraído
en el bestiario enorme de las nubes.
El perro finge formas de estar muerto, Soleida fingirá
que ella respira entre el bullicio de tinieblas
y sus oposiciones de aceptar el olvido, simple aire que vuelve,
después de haberle dado suavidad en sus senos
cuando permanecían abiertos, a la intemperie,
en que nerviosa oyó la misa negra y desde entonces tuvo
fieles visitaciones a la jungla donde brillantes tigres susurraban
amor en sus oídos mientras el sol moría acuchillado
y se iba desangrando repleto de metales imprecisos,
dibujados con toda la opulencia de la música.
Sombras de Casablanca, sombras de la bahía,
donde hace ostentación la muerte, nada peor,
ni el invisible incendio de los días, qué desastre
para ella que ensaya una sonrisa para poner en práctica su drama,
vestida siempre de diamantes.
El perro atroz, con estrépito ladra, como si hubiera alguien
colgado desde el techo, o los espectadores llenaran las ventanas
para ver cómo vive la infeliz reina pobre
coronada de flores y de espinas.
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