Decreto de la herborista, Margarita García Alonso
La lengua roza el interior
con violencia
en cada poro germina un cactus
que desciende del pubis a los
pies
-con arbitrariedad estética
de enredadera
busco comida para el mes-
Como si fuese un juego
prohibido
echo a mano al reloj de
preciosismo suizo:
la arandela nunca se traba
jamás un traspiés, exacta y
aburrida.
Hay que renunciar- anuncian
los médicos-
no reescribir textos, no
dictar elegancias,
amputar los apuros,
determinar
la palabra que condena.
Ser maligno, cortar el traje,
la apariencia, el destiempo,
añorar el hueco
para que ocurra la conversión
del humano en planta.
Morder el hueso que afirma a la columna
como un jeroglífico inocente.
El cuerpo aclimatado a genes
contradictorios
al desamor que ovula en la
vagina
- intruso océano, marejada
de órganos que destilan-
Asumir el riesgo, ahogarse en
los tejidos
multiplicar células
diferentes a la escritura.
Cuerpo atado a malvas
fulminantes
a la absoluta nada de la
sangre cuando cesa
de nutrir plasmas airados,
todo tan cercano y similar al
acto de nacer.
Definirse, acurrucarse sin el
estruendo
del corazón de madre,
hacer confianza a la natura,
ser semilla, pasar a vegetal
porque ha sucedido lo
irremediable.
Destruye el miedo,
destruye esa neurona que
hinca rodilla
saca pecho, desahoga tu
ímpetu de huir.
Cuando tengas mi edad habrás
aprendido
a cuidar los ataques
estéticos, la rigidez excesiva.
Todo ha pasado como un
trabajo de perros
drogados de vanidad y de ira.
Mantén la aristocracia:
muestra piedad
por tu ruina de versos.
Eres solo la podredumbre que
quizás germina bajo el ojo
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