Sweet Sixteen (8 de marzo de 1982-8 de marzo de 1998)
a Oscar, una vez más
a Cristino y Manoli, por los primeros tiempos
Ulises cumple dieciséis años: según los usos y costumbres de la joven Norteamérica,
esta sería su presentación en la sociedad de los patriarcas.
Se viste con un traje gris, hecho con gran cantidad de fibra sintética
que reacciona mal con la piel y va todo el tiempo produciéndole alfilerazos;
pero Ulises, estoico, soporta el traje y la corbata.
Vuelve a Barajas y atraviesa un túnel desde la puerta del avión
-o hacia la puerta del avión, no está del todo seguro-.
El túnel es frío, muy frío a las siete de la mañana
cuando el avión roza la pista del aeropuerto y aterriza sin problemas,
tranquilamente, como una mariposa moderna.
Les sirven unas viandas excesivamente abundantes
para estómagos acostumbrados a digerir alimentos sólidos una sola vez al día
y rellenar las noches con mermeladas y crema de queso,
e irse a la cama con un vaso de leche de estraperlo.
(La leche es de estraperlo; las vacas mugen de verdad, en los prados verdes.)
El azafata pregunta si desea vino.
¡Anticlea le mira verdaderamente aterrada!
"¿Cómo puede ser que una pregunta tan simple y cotidiana
pueda sacarnos de nuestras casillas, desordenarnos de tal manera?" -piensa.
"No tenemos una peseta, señor" -le contesta con humildad dickensiana-.
"Eso no importa: La Casa invita." Y en ese caso Ulises y Anticlea prefieren dos CocaColas,
¡grandes!: una para cada uno: hace tanto tiempo que olvidaron el sabor
que tienen que comenzar por desmitificarlo: es una simple bebida gaseosa.
Brindan en silencio por la libertad, la incertidumbre, la suerte y el miedo;
brindan en silencio por los que han querido en carne, hueso y alma,
y a partir de ahora se convertirán en papel y sobre y en recuerdos.
Brindan por los muertos, y por los que no conocen todavía.
Brindan sin nombrar la palabra "brindar", sin ponerse de acuerdo,
porque ambos están atónitos, ninguno de los dos piensa,
ni lloran, ni ríen, ni saben si sienten
y el pánico les paraliza en sus asientos, cómodos asientos
de la clase turista de un Boeing de Iberia, suficientes y majestuosos para dos huidos de Itaca
Sobra comida y bebida: no pueden, simplemente. Y sobre todo, sobran las palabras:
ocho horas quince minutos en silencio. A veces se toman de las manos.
A veces se agarran las manos y se miran a los ojos, en silencio.
La cabina del baño está llena de tentadores jaboncitos y toallitas de papel aromático.
"¡Huele tan bien aquí dentro que bien podría quedarme a vivir para siempre!"
Roba todo lo que puede, como los mendigos
-al fin y al cabo, eso es lo que son-. Es lo que hacen todos los de su estirpe.
También incluyen las suaves pantuflas a cuadros
que les dan para descalzarse y descansar los pies.
Y Ulises pide permiso -esgrimiendo por excusa el frío-
para que Anticlea se eche sobre los hombros la mantita de viaje
(aprovecha para añadirle la suya también),
y nota una cierta mirada de conmiseración en los ojos de la rubia azafata
que advierte lo que tratan de disimular y les desea "buena suerte".
"La gente es buena -parece-."
¡Y Madrid luce tan hermoso abajo! ¡Está despertándose
y ellos llegan con el sol! ¡Eso querrá decir algo! ¡Seguramente es un buen augurio!
Se confunden las luces artificiales con la luz del amanecer.
Se confunde el pasado y el futuro: están en el presente
y sienten un miedo atroz que les impide hablar.
¡Y tanto frío en este túnel, les da de lleno en pleno rostro!
Anticlea dice, muy quedo, sólo para que la escuchen los dioses: "Acompañadnos,
tened piedad y no nos abandonéis a la suerte de los vientos".
Y el primer milagro se produce: al otro lado de la puerta les espera un amigo.
No están solos. Pero el miedo no se va.
El miedo, no se va nunca.
(Madrid, 8 de Marzo de 1998.)
Copyright. David Lago González
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