Mahakali
Mahakali
Aunque no lo sabía, desde que tengo memoria hice poesía, noten que uso hice y no escribí, cuando no sabía escribir me recuerdo pensando poesía, esto me dejaba en un estado de vulnerabilidad extrema, la mayor parte de las personas no entienden la poesía escrita, sobre la que se puede volver y razonar, qué decir de la poesía pensada o expresada vitalmente.
En el verano del año 1983, José Luis Rodríguez Alba me invitó al Taller Literario Rubén Martínez Villena, quería convencerme de que unos apuntes que olvidé en su casa, uno de esos sábados de “descarguita” a los que asistíamos la mayoría de los jóvenes en esa época, eran poesía.
En el comedor de la casa de Josefa Cruz me enteré no solo de que era poeta, sino de que no podía vivir sin escribir aquello que me ayudó desde siempre a abstraerme y sobrevivir. Aunque cueste creerlo, por la gran cantidad de diferencias personales y de todo orden que solía tener con algún que otro tallerista y con los asesores, el taller fue un amparo —efímero, como ya dije, pero muy efectivo—, que me exorcizó malos ángeles y me permitió conocer algunos amigos que quiero y admiro aun hoy, 33 años después. Me llevó a lecturas que me hicieron crecer, desear más, me hicieron encontrar humildad suficiente en el acto de escribir como para que me dure todavía.
Durante un tiempo que no puedo precisar nuestras casas se convirtieron en extensión del taller, los amigos traían sus versos a toda hora o yo me plantaba en la casa de alguno a darle un “recital” de poemas acabados de escribir y eso me hacía feliz. Ya no se trataba de un sitio físico de reunión semanal, éramos —el Taller era—, una especie de ente espiritual, movilizador, que limaba desacuerdos políticos, de credo, de origen, de edad o de juicio, —entiéndase cordura—.
Gracias a todos los que estuvieron allí, aunque hoy estén muertos, lejos o simplemente alejados, por haberme amparado en ese efímero tiempo.
EL AMPARO - Sonia Díaz Corrales
Buscar amparo se suele ver como un acto de debilidad, puede que de supervivencia, encontrarlo suele ser una rareza efímera. Yo tuve la suerte de recibir esa rareza.
Aunque no lo sabía, desde que tengo memoria hice poesía, noten que uso hice y no escribí, cuando no sabía escribir me recuerdo pensando poesía, esto me dejaba en un estado de vulnerabilidad extrema, la mayor parte de las personas no entienden la poesía escrita, sobre la que se puede volver y razonar, qué decir de la poesía pensada o expresada vitalmente.
En el verano del año 1983, José Luis Rodríguez Alba me invitó al Taller Literario Rubén Martínez Villena, quería convencerme de que unos apuntes que olvidé en su casa, uno de esos sábados de “descarguita” a los que asistíamos la mayoría de los jóvenes en esa época, eran poesía.
En el comedor de la casa de Josefa Cruz me enteré no solo de que era poeta, sino de que no podía vivir sin escribir aquello que me ayudó desde siempre a abstraerme y sobrevivir. Aunque cueste creerlo, por la gran cantidad de diferencias personales y de todo orden que solía tener con algún que otro tallerista y con los asesores, el taller fue un amparo —efímero, como ya dije, pero muy efectivo—, que me exorcizó malos ángeles y me permitió conocer algunos amigos que quiero y admiro aun hoy, 33 años después. Me llevó a lecturas que me hicieron crecer, desear más, me hicieron encontrar humildad suficiente en el acto de escribir como para que me dure todavía.
Durante un tiempo que no puedo precisar nuestras casas se convirtieron en extensión del taller, los amigos traían sus versos a toda hora o yo me plantaba en la casa de alguno a darle un “recital” de poemas acabados de escribir y eso me hacía feliz. Ya no se trataba de un sitio físico de reunión semanal, éramos —el Taller era—, una especie de ente espiritual, movilizador, que limaba desacuerdos políticos, de credo, de origen, de edad o de juicio, —entiéndase cordura—.
Gracias a todos los que estuvieron allí, aunque hoy estén muertos, lejos o simplemente alejados, por haberme amparado en ese efímero tiempo.
Santa Cruz de Tenerife, enero y 2017
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