enfados existenciales de quienes pretendían que Hillary era Juana de Arco y Donald Trump, un Belcebú.
Les confesaré que algunos hemos disfrutado como niños en estos pasados dos días desde el triunfo electoral de Donald Trump. Y algo más.
Si antes de las elecciones prefería a Trump como mal menor, ahora comienzo a creer que puede convertirse en un gran golpe de suerte y no solo para EE.UU. Puede que me equivoque.
Pero quizá sea el principio del fin de una tiranía del pensamiento blando que surgió con el 1968 y que lenta pero implacablemente arrasa todo lo que en la civilización ha demostrado tener solvencia y autenticidad.
Primero disfruté durante el recuento con la cadena norteamericana CNN, que en la madrugada española intentaba desesperadamente ocultar a su audiencia y negarse a sí misma lo evidente e inevitable: que ellos habían perdido.
Había perdido Hillary Clinton y habían perdido ellos, el mundo periodístico del «progresismo» norteamericano, surgido del citado sesentaiochismo de sus universidades y omnipotente ya con Barack Obama, un presidente que ha sido en gran parte una criatura suya.
Si la televisión norteamericana hacía gracia, con el desperezar de las tertulias patrias en radio y televisión llegó la hilaridad
Sabían que habían perdido y con ellos el mundo de la comunicación, del espectáculo y del cine, del mundo cultural y la televisión. De los medios norteamericanos nos hemos podido reír mucho.
Y llorar también por su inaudita parcialidad y militancia desvergonzada, por sus obscenas portadas clintonianas y su manipulación constante contra Trump. Hasta los medios más venerados se han manchado, no de polvo del camino, sino de lodo de la complicidad y hasta el mismo pelo de sus cabeceras de abolengo.
Pero si la televisión norteamericana hacía gracia, con el desperezar de las tertulias patrias en radio y televisión llegó la hilaridad.
Decía Schopenhauer que “sentir la envidia es humano, pero gozar la Schadenfreude es diabólico”, dejando muy claro cuál de las dos bajas pasiones prefería.
El periodismo español, casi sin excepción radicado entre la extrema izquierda y el extremo centro, se hizo trampas en el solitario y se creyó su propia falaz versión de los hechos
Schadenfreude es un término alemán asumido por otros idiomas para definir la alegría por el daño ajeno. Yo confieso mi Schadenfreude. No se puede evitar al escuchar el impotente gimoteo, los histéricos augurios y los enfados existenciales de quienes pretendían que Hillary era Juana de Arco y Donald Trump, un Belcebú.
De la tropa de periodistas misioneros que se fueron a dar lecciones de democracia a los norteamericanos y de los que las daban desde aquí. De quienes transmitían todo lo negativo que se decía en EE.UU. sobre Trump, pero ocultaron siempre todo lo que movía a los partidarios de Trump y detractores de Clinton.
El periodismo español, casi sin excepción radicado entre la extrema izquierda y el extremo centro, se hizo trampas en el solitario y se creyó su propia falaz versión de los hechos. La realidad le pilló por sorpresa y allí estaban todos, improvisando con la profundidad, el conocimiento y la solvencia de una Susanna Griso alborotada.
Como no les han obedecido, descalifican al electorado y algún diario de la mañana permite llamar “analfabetos” y “criminales” a los sesenta millones de votantes de Trump. Es el talante de la izquierda.
El de la derecha lo revela el hecho de que salvo el telegrama oficial y un tuit de Rajoy, nadie habla de Trump por miedo a que la izquierda le maltrate. Gallardía lo llamarán.
Más allá del coro cacofónico de la izquierda humillada, más allá de las preocupaciones legítimas, hay esperanza. Vean la de esos viejos latinoamericanos inmigrantes que decían a la BBC que ellos habían votado a Trump “porque él defiende todo lo que nos movió a nosotros a venir acá”.
Commentaires