Portrait of a Renaissance woman holding roses
Elisabeth Sonrel (1874-1953 French) :: Portrait of a Renaissance woman holding roses
Santa Isabel de Hungría, o Santa Isabel de Portugal o Santa Casilda. A todas ellas se les atribuye el mismo milagro
Santa Casilda de Zurbarán
Santa Isabel de Portugal
4 de julio
Santa Isabel de Hungría, o Santa Isabel de Portugal o Santa Casilda. A todas ellas se les atribuye el mismo milagro
Santa Casilda de Zurbarán
Santa Isabel de Portugal
4 de julio
SANTA ISABEL,
REINA DE PORTUGAL
(† 1336)
Según parece más probable, nació a principios de 1270, hija del rey
Don Pedro III de Aragón y de la reina Doña Constanza. ¿En qué lugar? ¿En
Zaragoza? ¿En Barcelona? No sabemos de fijo. Se casó en 1282 con Don
Dionís, rey de Portugal, firmando el diploma matrimonial en latín. Esta
frágil criatura de cabellos dorados y doce años incompletos no
adivinaba, seguramente, la misión que Dios le reservaba en la agitada
vida peninsular de aquellos tiempos, misión religiosa, política, social y
humana de primera clase.
Nieta de Jaime I el Conquistador, biznieta de Federico II de
Alemania, de ellos heredó la energía tenaz y la fuerza del alma. Pero se
caracterizaba, sobre todo, por la bondad inmensa y el espíritu
equilibrado y justo de Santa Isabel de Hungría, su pariente cercana.
Como dice la leyenda medieval de su vida, escrita por una mano
contemporánea de la reina santa, ella era una mujer llena de dulzura y
bondad, muy inteligente y bien educada.
El viaje a Portugal fue largo y dificultoso, pues los guerreros
rodeaban los caminos de entonces, poco seguros. En junio de 1282 se
encontraba en Trancoso con el rey Don Dionís, a quien veía por primera
vez. El Libro que habla de la buena vida que hizo la reina de Portugal,
Doña Isabel de Portugal, al que llamaremos leyenda primitiva, y las
Crónicas de los siete primeros reyes de Portugal, trazan vigorosamente
el retrato moral de esta mujer extraordinaria, que al indomable Don
Alfonso IV el Bravo tan cariñosamente amó.
Le gustaba la vida interior y el trabajo silencioso. Ayunaba días
incontables a lo largo del año, se conmovía por los errantes, rezaba por
su Libro de horas, cosía y hacía bordados en compañía de las dueñas y
doncellas, y distribuía limosnas a los necesitados, sin olvidarse del
gobierno de su casa (la casa de la reina era un mundo). Todo esto lo
hacía intensamente y esta intensidad nos da medida de su vida.
A los veinte años nació Don Alfonso IV el Bravo, que fue su cruz y
el gran amor de su existencia. Caso único en la primera dinastía
portuguesa, la vida de este hombre fue pura y no estará descaminado
descubrir aquí la influencia de la madre, y tal vez un complejo de
repugnancia por las aventuras amorosas, influenciado por los dolores,
que él veía padecer a Santa Isabel, medio abandonada por el marido.
Pero era discreta esta joven reina. Obligaba al hijo a obedecer a su
padre (¡él era el rey!), fingía no saber nada, de lo de Don Dionís y al
hablarle de eso cambiaba la conversación o empezaba a rezar y a leer
sus libros. El rey se arrepentía o tapaba sus pecados lo más que podía. Y
ella, muy mujer, pero cristiana hasta la medula del alma, criaba los
hijos ilegítimos del marido. De esta forma todos se maravillaban de ver
esta niña con tanto juicio y dominio de sí misma.
En la política peninsular de entonces su poder moderador se hizo
sentir profundamente, ya en las guerras entre reinos cristianos que
habían de formar la España moderna, ya en las desavenencias
interminables de Don Dionís con el hermano y el hijo turbulento. Daba a
su dueño la razón, procuraba explicarle el derecho y la verdad. Y no
siempre era fácil convencerle. En estos momentos sombríos y cargados de
destino hacia el alma de esposa, de madre y de reina, aunque dulce en el
habla, jugaba heroicamente todo por todo, llegando a ser desterrada
lejos del rey.
Un odio fuerte enraizaba en el alma del infante, a punto de tratar a
su padre como a un extraño. Y no era solamente la familia real la que
estaba desunida, eran millares de familias divididas por ambos partidos,
odiándose implacablemente, quemando casas y talando campos. Para
rehacer la paz, deshecha en cada momento, Santa Isabel se puso en camino
de Coimbra. Luchaba por lo que modernamente llamamos arbitraje. Nada de
guerras. Que la sentencia sea dada por el juez. Este es su curso. Que
las tropas se alejen y, si el infante tuviese alguna razón, que el rey
se la dé.
Ahora era junto a Lisboa, donde los soldados de Don Dionís y del
infante iban a empezar una guerrilla más sin fruto. Apresuradamente,
Santa Isabel subió a una mula y, sin nadie a su alrededor, pasó como una
mujer cualquiera entre las huestes enemigas.
Recordó al hijo sus juramentos pasados, le pidió que no hiciese daño
a su padre, habló con Don Dionís y volvió al infante por segunda vez. Y
la tempestad se apaciguó pausadamente. Es una pena que se haya perdido
casi toda la correspondencia, fuera de pocas cartas. De éstas recordamos
una que le envió al rey Don Jaime, almirante de la Santa Iglesia de
Roma. Otra se destinaba al rey Don Dionís, y nos da medida exacta de
angustia de esta mujer, que amaba igualmente al marido que al hijo y los
veía siempre en guerra: "No permitáis —escribe ella— que se derrame
sangre de vuestra generación que estuvo en mis entrañas. Haced que
vuestras armas se paren o entonces veréis cómo en seguida me muero. Si
no lo hacéis iré a postrarme delante de vos y del infante, como la loba
en el parto si alguien se aproxima a los cachorros recién nacidos. Y los
ballesteros han de herir mi cuerpo antes de que os toque a vos o al
infante. Por Santa María y por el bendito San Dionís os pido que me
respondáis pronto, para que Dios os guíe".
Los años fueron pasando, Don Dionís enfermó de viejo, como dice el
cronista anónimo. Lleváronlo a Santarém y Santa Isabel, una vez más, fue
su humilde enfermera, hasta que el rey entregó su alma a Dios. Entonces
la reina se sintió más lejos de este mundo. Volvería a hacer paces, a
entrar en relaciones, a encaminar como podía la tormentosa política de
la península Ibérica, pero su propósito estaba tomado. Púsose un velo
blanco y el hábito de Santa Clara, aunque libre de votos religiosos,
conservando lo que era suyo, como dice ella, para construir iglesias,
monasterios y hospitales. Era una resolución antigua, ya conocida del
hijo y de su confesor, fray Juan de Alcami. Como antes (y todavía más,
pues era ahora más libre para darse a Dios y a los pobres), se entregó a
la vida interior y dio largas a su sentido cristiano de función social
de riqueza.
En sus viajes veía a los pobres sentados a las puertas de las villas
y de los pueblos. Distribuía vestidos, visitaba a los enfermos poniendo
en ellos sus manos sin darle asco, y los entregaba a los médicos.
Frailes menores, dominicos y carmelitas, monjitas medio emparedadas en
los conventos religiosos, los que venían desde España pidiendo limosna, a
todos ella daba alguna cosa. En suma: no quedaban desamparados ni
presos que de su limosna no recibiesen parte. Besaba los pies de las
mujeres leprosas. Junto a sí criaba muchas hijas de hidalgos, caballeros
y gente más humilde. De ellas, unas se casaban, otras se metían monjas,
conforme Dios quería, llevando todas una dote. Y Santa Isabel ponía en
todo un cariño especial, un gesto de inefable delicadeza. Per ejemplo, a
las novias que ella casaba les prestaba una corona de piedras
amarillas, y el tocado y el velo, para que estuviesen más guapas. Era
una actividad de estadista competente y de bienhechora social. Por donde
pasaba y veía hospitales, iglesias, puentes o fuentes en construcción
en seguida ayudaba. Se interesaba por todas las obras, dirigió la
construcción del convento de Santa Clara de Coimbra, hablaba con los
operarios, les decía cómo tenían que hacer las cosas, y ellos se
quedaban asombrados de sus conocimientos.
Como todos los cristianos de la Edad Media iban a Santiago de
Compostela, allí se dirigió ella sin dar explicaciones a nadie, pues su
marido ya había muerto. El arzobispo celebró misa y Santa Isabel ofreció
al patrono de España la más noble corona de su tesoro, velos, paños
bordados, piedras preciosas y la mula con su manto de oro y plata. Al
volver a Portugal traía consigo el bordón y la esclavina de los
peregrinos, para "aparecer peregrina de Santiago".
En un día caliente de verano la oyeron decir que la guerra iba a
estallar entre Don Alfonso IV, rey de Portugal, y el rey de Castilla.
Eran su hijo y su nieto. El calor era tremendo. Aun así la reina,
cansada de años y de trabajo, se puso en camino. Esta vez el camino de
Estremoz era como de muerte. Con un dolor agudo apareció una herida en
el brazo y tuvo también fiebre. Junto a su cama estaba su nuera doña
Beatriz, Entonces vio pasar como una dama con vestiduras blanca. ¿Tal
vez Nuestra Señora? ¿Le subió la fiebre? Es posible. Pero revela un alma
que pensaba en el otro mundo. El jueves siguiente confesóse, asistió a
misa y con gran devoción y muchas lágrimas recibió el cuerpo de Dios.
Volvió a la cama. La noche caía. Dijo a Don Alfonso IV que fuese a
cenar, siguiendo la costumbre que tienen las madres de cuidar a los
hijos como si siempre fuesen pequeños. Sentía que la hora estaba al
llegar. ¡Mucho había ya rezado en su vida! Había visitado centenares de
iglesias, había asistido a incontables fiestas eucarísticas. Sabía
latín, conocía de memoria los himnos litúrgicos, a punto de corregir a
los clérigos cuando ellos se equivocaban. No nos extrañemos oyéndola
recitar a la hora de la muerte los versos latinos de Maria, mater
gratiae, etc. La voz se consumía cada vez más, pero ella continuaba
rezando, hasta que nadie la entendió; y así rezando acabó su tiempo.
Cumpliríase lo que ella tanto pedía a Dios: murió junto al hijo. Y nada
tan conmovedor como el amor indestructible de esta Santa que nadie vio
enfadada con aquel hijo bravo y duro de cerviz. Fue esto en el castillo
de Estremoz el 4 de julio de 1336.
En siete jornadas, a través de las planicies abrasadoras de Alemtejo
y de Extremadura, llevaron su cuerpo al convento de Santa Clara de
Coimbra. Y allí quedó a lo largo de los siglos, rodeado de una aureola
de milagros. Algunos de ellos legendarios, como el milagro de las rosas,
que no viene en la leyenda primitiva. Otros verdaderos. Al canonizarla
el 25 de mayo de 1625, Urbano VIII confirmaba la voz antigua del pueblo
rodeando de una gloria inmortal una de las más perfectas mujeres de la
Edad Media.
MARIO MARTINS, S. I.
Realeza y Santidad
Hoy la historia y ejemplo de Isabel de Portugal (1271-1336) nos
afecta, por su grandeza y cercanía. No toda nobleza humana se aleja y
huye de la nobleza de hijos de Dios.
Isabel era hija de Pedro III de Aragón; nieta, por parte de padre, de
Jaime I el conquistador; y sobrina-nieta, por parte de madre, de santa
Isabel de Hungría (de la que tomó el nombre).
Educada en castillos-palacios de Aragón, a los doce años ya fue
entregada en matrimonio al rey de Portugal, don Dionis, que era un tipo
muy distinto de ella en moral y delicadeza. Se le abría camino de flores
y espinas, gloria y humillación.
Tuvo con don Dionis un hijo, el único suyo, pero hubo de sobrellevar
la amargura de que otros muchos hijos de su marido fueran bastardos.
En dos ocasiones, el hijo legítimo se rebeló contra su padre. No se
entendían ni toleraban. En ambas ocasiones ella se presentó como
mediadora en la batalla, como un ángel de Dios, ángel de paz y hogar.
Cuando el esposo murió, ella, en edad de 54 años, se dedicó
totalmente a los pobres durante once años, bajo el hábito de terciaria
franciscana.
Era piadosa peregrina de Santiago de Compostela, adonde acudía con sus pobres.
¡Qué belleza de santa! Con ejemplares de mujer como ella, el mundo se llenaría de vida y esperanza.
ORACIÓN:
¿Oh Dios!, tu creas la paz y amas la caridad; tú concediste a Isabel
la gracia de ser conciliadora de personas enfrentadas¸ a imitación suya,
haz también de nosotros instrumentos de concordia, paz, amor,
esperanza. Amén
Commentaires