Rasputín
Rasputín: el embrujo más memorable de la historia
Breve semblanza del loco sagrado de la antigua Rusia cuyo abrazo terminó en la caída de los Romanov.
“Sin
pecado no hay arrepentimiento”, profesaba Grigori Rasputín (1869-1916),
un campesino siberiano cuyos poderes místicos fueron reportados en
evidencia desde que tuvo 12 años. Sus ojos encendidos y presunta
habilidad para expandir y contraer sus pupilas a voluntad le valieron
decenas de seguidores durante sus peregrinaciones a Grecia y al Medio
Oriente. Aseguraba tener poderes que le permitían sanar a los enfermos y
predecir el futuro, y su falta de higiene personal e intimidante
complexión entonaba con la tradición rusa que tomaba a los mujik
(campesinos pobres) como posibles hombres santos. Entre tantas otras
cosas, Rasputín era uno de los chamanes siberianos que curaban en nombre
de Cristo, y ello era suficiente para contrarrestar la miseria del
mundo con devoción religiosa.
Su
leyenda negra, llena de absurdeces e incongruencias (como es típico en
figuras tan inconcebibles), se debe en parte a la premisa que divulgaba
entre sus seguidores: primero hay que pecar para luego encontrar la luz y
la redención divina. Se debe también, desde luego, a sus juergas de
vino y sexo (parte intrínseca de lo anterior y mera superficie de la
historia), pero sobre todo a que la enigmática zarina Alexandra Romanov
se dejaba arrullar sólo con sus rezos y que el brujo podía cortar las
hemorragias mortales del zarévich Alexei Nikolaievich.
Aparentemente,
Rasputín fue el único que pudo hacer algo respecto de la condición de
hemofilia (incapacidad de la sangre para coagular) de Alexei. Fue
recomendado a la familia Romanov en 1908 por su confesor de cabecera,
quien había quedado impresionado con su mezcla de fervor religioso y
hediondez. Por supuesto, lo que Rasputín hacía fue tema de debate
médico. De acuerdo a Frances Welch
en su biografía sobre él, durante los episodios de hemorragias Rasputín
hablaba con el niño, le contaba historias, lo tranquilizaba. Esto pudo
haber reducido su presión arterial y por lo tanto el torrente de
sangrado. Los contemporáneos creían que Rasputín podía hipnotizar a la
gente con los ojos y que posiblemente hipnotizaba a Alexei provocando el
mismo efecto calmante.
Durante este
periodo Rusia entraba en una etapa de intensa crisis, y Rasputín gozaba
ya de la confianza absoluta de la zarina y por lo tanto de poder
político en el reino. Además, cientos de suplicantes nobles lo buscaban
por su hipnótico carisma y sus poderes proféticos, entre ellos varias
mujeres de la alta sociedad rusa cuyas “visitas de alcoba” terminaron
por ser altamente polémicas. En ese momento ya representaba ese vuelo sexual y místico de aquellos locos sagrados de la antigua Rusia,
y pronto su relación con la familia real se convirtió en escándalo. La
iglesia ortodoxa, que lo había apoyado, ahora intentaba advertir al zar
de su comportamiento. Pero para Alexandra las advertencias en contra de
Rasputín eran ataques directos a su familia.
En
1915, el zar Nicolás II dejó la capital para ir a pelear al frente de
la armada rusa en plena Guerra Mundial, y dejó a Alexandra a cargo de la
política doméstica. Rasputín estaba en contra de la guerra y servía
como su consejero, y durante los siguientes meses ella ignoró a los
diputados y ministros en rápida sucesión. Rumores acerca de que Rasputín
y Alexandra eran líderes de un grupo progermánico comenzaron a circular
y hubo al menos cuatro intentos de asesinarlo, uno de éstos a manos de
una joven que lo apuñaló en el estómago. El hombre sobrevivió. Pero la
embestida final fue en 1916, llevada a cabo por un diputado de la
monarquía de la Duma y dos aristócratas jóvenes: Felix Yusupov (heredero
de la fortuna más grande de Rusia) y el Gran Duque Dimitri (sobrino del
zar).
Yusupov
lo invitó a su casa y le ofreció pasteles envenenados y vino; cuando
éstos no tuvieron efecto, le dispararon por la espalda. Rasputín, sin
embargo, se levantó y comenzó a correr. El diputado de la Duma le
disparó otra vez. Los conspiradores luego lo envolvieron en una cortina,
le ataron las manos y lo aventaron a un hoyo en el hielo del río Neva;
Rasputín se ahogó.
A las 2 semanas
las multitudes invadieron las calles de San Petersburgo y Nicolás fue
forzado a dejar el trono. El cuerpo de Rasputín, ya envenenado,
agujerado y ahogado, fue exhumado del hielo y quemado. No mucho después,
los bolcheviques tomaron el poder.
Desde
la distancia histórica y geográfica, la figura de Rasputín brilla
oscura y a la vez extrañamente refulgente. En la medida en que el
carisma pueda explicarse, el suyo fue producto casi enteramente de la
mirada, unos ojos clarísimos con pupila proteica; un verbo fluido y
ambiguo (se dice que sus frases nunca constaban de “sujeto, verbo y
predicado”, sino que siempre faltaba un elemento); un gran atractivo
para las mujeres que consistía en un físico imponente, intuición y
cierta tradición religiosa rusa (la jlystý) que seguía
prácticas orgiásticas como camino a Dios (“Sin pecado no hay
arrepentimiento”). El obituarista ruso Alexander Yablonsky escribió:
“Para Europa, Rasputín fue una anécdota, no un hecho. Para nosotros, sin
embargo, no fue sólo un hecho. Fue una época”.
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