Aristides Vega-Los otros destinos
Los otros destinos
Soy quien regresa
después de alisar la Isla sobre las brazadas del océano.
Había permanecido toda una mañana bajo la húmeda sombra de empinada palma,
con una ligera inclinación de mi cabeza, apenas imperceptible
hacía el lado en que las lomas se tornan tan azules como el mar,
disfrutando de la quietud con que desciende el sol
hasta cimentar la tierra.
Al mediodía me dispuse a estacionarme del otro lado de la línea divisoria
en que se acomodan los pasajeros, atento a una señal
para aproximarme al ventanillo,
cristal blindado tras el cual alguien me observa atento,
confisca mis ojos
los de mirar con cierto resentimiento,
los del otro rostro expuesto tal y como si fuese el verdadero.
Me dejo tomar una foto, las huellas dactilares,
primero los dedos juntos para finalmente exponer el dedo índice.
Voy y regreso sin recordar mi nombre,
sin la certeza de quién he sido
como si al emprender un viaje quedara sin pasado.
Un pasado inquietante en que uno se asedia a sí mismo.
Digo cualquier nombre, cualquier fecha de nacimiento
de mis padres ya muertos,
digo quién he sido con voz de ventrículo
y obtengo por premio continuar, poder acceder a la salida
pisando una alfombra acolchonada, equilibrando el gorrión
que resguardo en la palma de mi mano.
No sé qué hacer con el ave,
ni si debo tomar a la derecha o a la izquierda
de un largo pasillo de escaleras que mueve la electricidad.
La salida no está expuesta a simple vista
y el silbido de los aviones interfiere el cono de luz
bajo el que me he sentido protegido.
Sigo el ruido de los autos
vibrando a mis espaldas sobre un liso pavimento
que en la madrugada unas máquinas fregadoras han dejado prolijo.
Detrás de mí el perturbador sonido de la velocidad,
sin intermitencias, de uno a otro lado
como si buscaran el extremo contrario al que me he estacionado
Observo absorto cuando se detiene frente a mí,
con miedo de quedar sin palabras para siempre,
sin merecer ningún recuerdo.
No es que esté acostumbrado al silencio
sino a otros sonidos más ríspidos.
después de alisar la Isla sobre las brazadas del océano.
Había permanecido toda una mañana bajo la húmeda sombra de empinada palma,
con una ligera inclinación de mi cabeza, apenas imperceptible
hacía el lado en que las lomas se tornan tan azules como el mar,
disfrutando de la quietud con que desciende el sol
hasta cimentar la tierra.
Al mediodía me dispuse a estacionarme del otro lado de la línea divisoria
en que se acomodan los pasajeros, atento a una señal
para aproximarme al ventanillo,
cristal blindado tras el cual alguien me observa atento,
confisca mis ojos
los de mirar con cierto resentimiento,
los del otro rostro expuesto tal y como si fuese el verdadero.
Me dejo tomar una foto, las huellas dactilares,
primero los dedos juntos para finalmente exponer el dedo índice.
Voy y regreso sin recordar mi nombre,
sin la certeza de quién he sido
como si al emprender un viaje quedara sin pasado.
Un pasado inquietante en que uno se asedia a sí mismo.
Digo cualquier nombre, cualquier fecha de nacimiento
de mis padres ya muertos,
digo quién he sido con voz de ventrículo
y obtengo por premio continuar, poder acceder a la salida
pisando una alfombra acolchonada, equilibrando el gorrión
que resguardo en la palma de mi mano.
No sé qué hacer con el ave,
ni si debo tomar a la derecha o a la izquierda
de un largo pasillo de escaleras que mueve la electricidad.
La salida no está expuesta a simple vista
y el silbido de los aviones interfiere el cono de luz
bajo el que me he sentido protegido.
Sigo el ruido de los autos
vibrando a mis espaldas sobre un liso pavimento
que en la madrugada unas máquinas fregadoras han dejado prolijo.
Detrás de mí el perturbador sonido de la velocidad,
sin intermitencias, de uno a otro lado
como si buscaran el extremo contrario al que me he estacionado
Observo absorto cuando se detiene frente a mí,
con miedo de quedar sin palabras para siempre,
sin merecer ningún recuerdo.
No es que esté acostumbrado al silencio
sino a otros sonidos más ríspidos.
A Juan Carlos Valls.
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