Las casas de los dioses

Las casas de los dioses

In El Moro Fayad Jamis, prensa on 25 janvier 2009 at 1:31
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                                                                                                        « Los manuscritos no se queman », le dice Voland a Margarita.


Si el artículo “El fatum de Fayad Jamis”, del poeta Rafael Alcides*, no hubiese caído ante mis ojos, jamás hubiese molestado a la revista Encuentro en la Red, ni al gratin de la intelectualidad “renombrada” que lee y escribe en  sus páginas.

Muchas capas de olvido, maltratos, inhumanidad,  e infortunio, revuelan mi teclado y tratan de aunarse para explicar que tras la muerte de “El Maestro”, Fayad Jamis, esta “Margarita” que escribe, parodiando la famosa novela de Bulgákof, ha necesitado mucha paciencia, para escaparse de las brumas de  diez años de locura, orfandad y poco interés sobre los últimos años de un poeta que escupía, como un toro, versos enrabiados de amor y odio, según se lo dictara su médula.

Una mujer que le amó hundió cuchillos en sus oleos, el mismo año en que nací en una colina de Matanzas,  nombrada kilómetro 101. Quizás con la encomienda de pegar y coser tirita a tirita los viejos lienzos acuchillados y reposarlos en los muros, con el irreverente e infantil deseo de aportar una geografía al país de desengaños, ilusiones, anhelos y batallas de un poeta que se me estaba muriendo.

Nadie me ha preguntado, comprendida la alianza de aves de rapiña que circunvolaba una herencia y quizás una filiación indiscutible, ni por error se han inquietado sobre cómo fue ese último segundo, lúcido, del Moro. Es lo único que no me han arrebatado, el regalo de su muerte.

A parte de la entrevista donde el Moro exigió que yo apareciera en la foto, y donde se me menciona como hacedora de cenas improvisadas**; el  dialogo de Juan Carlos Moyano, en “La Gaceta de Cuba”***; algunos testimonios en “Vitrales”, o en el  matancero “El Yumurí”, me fui esfumando delicadamente en un proceso maquiavélico, donde todo lo que brillaba del MINREX, y sonaba cascabeles en el Estado, metía la goma y me  borraba completamente.

Agradecida estoy  al amigo Rafael Alcides, quien me nombra y sabe cuantas noches desafiando los tratamientos citostáticos, teclee manuscritos de la novela sobre Guayos, poemas garabateados en recortes, dibujos en cajas de cigarro; y rellené de tintas las entregas inminentes de cuadros, para poder tener el dinero suficiente y comer.

Sabe también que me costó dulzuras convencer a Fayad de reanudar relaciones con Roberto Fernández Retamar, y aceptar la dirección de la editorial Casa de las Américas, pues esa vieja querella de novia robada, causa de la separación, me estremecía en carcajadas.

Y sabe perfectamente, que si el Moro, quien le consideraba un hermano, hubiese leído la más lejana insinuación de que en un momento “fui su enfermera”, hubiese, una vez más, sacado su afilado paraguas y amenazado de atravesarlo como una mariposa.

No estaba al corriente del único objetivo del pacto de casarme Post Mortem. Pensé que esa lista de renombrados escritores, poetas y artistas, intentaba consolarme de lo inconsolable  dándome la tarea de cumplir sus veinte y pico de voluntades, como ese museo de pequeño formato en Guayos. El Moro había insinuado en múltiples ocasiones este matrimonio a su guayense  amigo Tomás Álvarez;  o al poeta Marrero; la abogada que ocupó junto a su esposo la cama del cuarto 21, donde murió Fayad, se aprestaba a hacerlo, y por mí inocencia, incultura y marginalidad de mal, recibieron un rotundo no.

La “fina hija”, Rauda Jamis, cuando apaciguó sus criticas al padre, en esa única y loada visita, que pacté con esmero,  entre la tos que le procuraba “la suciedad de La Habana y las enormes colas de negros, por todos lados”, repito sus palabras, no tuvo a bien saber como vivía Fayad su derrumbe, ni el tráfico de arroz y frijoles que manteníamos con Matanzas, ni los medicamentos que faltaban. Simplemente acortó el viaje a una semana e hizo turismo por el centro de la isla y una escala al DF mexicano, y sólo insinuó: “¿Qué pasará con todo esto?, señalando la enorme colección de cuadros, libros, y testimonios de la azarosa época en que le tocó vivir, mientras nos quedábamos boquiabiertos con tanta infamia.

El Moro le respondió que irían a la Fundación Fayad Jamis, en Guayos, Sancti-Spíritus, y que yo tenía las instrucciones, las maquetas y todo lo necesario para llevarlo a cabo…y que por el resto, “ese cuaderno en cuero, sobre la mesa, el que se ve en la foto, recogía su voluntad”.

Soltero sí, pero con testamento también. Bien que lo leí y afirmo: iba desde un poema a escribir sobre la lápida de una hermosa bailarina mexicana quien se suicidó de amor, tras su partida de México. Devolvía injurias a dos o tres; la entrega oficial de restos de una lámpara a una de sus hermanas. La donación de libros para la Biblioteca Nacional; la devolución de algunas cartas, que nunca debió de leer de ciertos intelectuales; algunos arrepentimientos originales… hasta el más mínimo diseño del “famoso” Museo de Guayos. Mea Culpa, repartición, devolución y síntesis de vida. Faltaba apenas que se fuera sin marcar un “home run” a su extensa lista de cojonudo.

Los cercanos saben que en 27 cintas de audio, y con una vieja grabadora de época cada tarde, contestaba las preguntas que se me ocurrían en mi ignorante y recién estrenada carrera de periodista… Muchos estaban al corriente, incluida su hermana Rauda y su esposo, médicos y amigos del médico que le atendía, que la súbita llegada de estos al apartamento, en la víspera de su muerte, pusieron de muy mal humor a Fayad, quien les mando en menos de dos segundos al hotel.

Nada me extraña. Mientras toda la noche sudaba tintas, en mis manos las manchas, (luego me dirían que era la sangre que ya no soportaba). Tras  el único acto impúdico de nuestra existencia: tuvo que pedirme ayuda para  limpiarse en aquel baño de hospital y murmurar que sabía que se estaba apagando…justo en ese momento en que me cerró y comprobé que los que parten no lo hacen como en una película, dejando caer el brazo y el anillo que rueda. Simplemente cierran, abrazan para siempre, y sólo mis dos puños sobre su pecho lograron separarme, con la consiguiente lluvia de sangre que cayó en mi pelo, inundó mi oreja, rodó por mis senos y alcanzó mi sexo, sobre aquel vestido de estreno, con  imprimidos verdes …en aquel momento, en algún lugar de la capital, el banquete comenzaba.

Alcides, ¿te acuerdas cuando me dijiste que no sabias que el Moro estaba tan malo? Te creo, los buenos no lo sabían. Raras visitas, espaciadas  los días de tratamiento y si no fuera porque éramos animales huraños, osos, lobos esteparios, nos hubiese comido la soledad. Fornicamos con rugidos que se perdían en los ecos del cercano Malecón. Cenamos los más inventivos platos, leímos como tragones de letras, escribimos hasta perder las huellas dactilares. Pintamos hasta devorar el misterio de la oscuridad y agonizamos en exclusiva, sin testigos.

Recuerdo que Retamar me pidió la autorización para despedir el duelo; luego la bandera sobre la caja y que me suministraron muchas pastillas. No sé aún las manos que se acercaban, sólo contaba las pastillas y mi decisión de que lo enterraran en la fosa de los artistas del circo y espectáculos, antes, sobre todo, y nunca en la de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Me daba placer que estuviera jugando al domino con saltimbanquis, lejos de aquellos exportadores de guerras.

Al regresar del cementerio, un papelucho escrito a mano y sin orden oficial, sellaba irremediablemente la puerta del apartamento de O y 27. Con vistas a un inventario de sus bienes, yo quedé desalojada. La poetisa Cira Andrés me recogió, Albis Torres me limpió la costra de sangre de mi oreja y acaricio mis cabellos, y dos días después, pude entrar a buscar mi ropa interior y cambiarme. Poco me importaba el festín de los buitres. Cuando el Moro murió yo también estaba muerta, pues él ocupaba la plaza de mi inexperiencia frente a los golpes de la vida.

Dos días después, entre diez o doce funcionarios de Cultura y del Tribunal de Plaza, más las hermanas que le recordaban al Moro un famoso cuadro de Rembrandt, más la hijita que llegó de Paris, más las damas diplomáticas…y oficiales de gesto seguro, intocables…  sacaban sacos, rompían papeles, quemaban secretos, inventariaban, y me cuestionaban por la pistola que yo había escondido temiendo un suicidio, por los dólares, por los papeles oficiales de su estancia como Agregado Cultural en México. ¿Dónde estaba el Wilfredo Lam, dónde el Amalia Peláez, donde?, me gritaban, y saca, saca, saca. Todos estaban.

Los libros, o los cuadros de Fayad no importaban. Pero mis vestidos, mis adornitos, mis manuscritos, y mis cuadros, esos sí. Se fueron todos con la ráfaga de eliminar mi paso por esa casa. Los metros de la tela que me hizo, llena de enormes estrellas azules; o la dedicada a mi hija con su nombre y dirección en espectaculares sobres, pasaron a las bolsas de los visitantes.

Se abrió el litigio que duro cinco años. Sus ex-esposas, de un golpe viudas oficiales y tratadas como tal (aquí tengo algunas cartas embarazosas para el mito de las relaciones amistosas de ambas partes) temían que se detallara la frígida vida de una burguesa en la Cuba que padecía hambre. ¿Temía la hija escritora por la existencia de ciertos apuntes que le inspiraron su novela sobre Frida Kahlo, publicada en Francia, o sólo actuaba por complejo edipiano, o por contradecir a su padre, o para humillar a su madre Nivaria Tejera, conocida y activa opositora de Castro y demás pajarracos del régimen?; ¿Temía el MINREX que se conociera el tráfico de ruedas de carro, o de zapatos para los funcionarios, y que había llevado a Fayad a una desolación abismal y al alejamiento de los trapicheos diplomáticos?

¿A que temían? ¿A los apuntes de Fayad sobre la Perestroika, o sobre sus once años de anquilosamiento diplomático en México, o al cuadernillo de poesía “TEPALCATES”, que escribió de un sólo golpe, en una noche afiebrada, capaz de entusiasmar al crítico y ensayista Enrique Saiz? ¿A los machetes en madera coloreada que yo le hice y que le llevaron a maldecir, hasta doblarse de risa, su neurótica queja de que jamás le habían otorgado el machete de Maceo, o de Ignacio Agramonte, _ ya ni me acuerdo de quien_? Pero machete al fin, por su extensa labor, esa misma que se desmoronaba antes sus ojos, representada por ese cuadro de oportunistas que presentía venir a devorar sus restos, mientras soñábamos con el viaje que nos llevaría en un mes a Nicaragua y luego, quizás a México, o a Perú, o Argentina… y del que la familia Arroyo Vanegas  se alegraba.

El Moro debía comer para recuperar fuerzas, podía decir su palabra, nunca estuvo ciego, ni enajenado, ni fue un mariquita delante de dioses, o semidioses de ningún Estado o país. Ahí esta su último poema, inédito, manuscrito, y que yo suelto ahora como una bomba de su pensamiento vivo. Los comentarios y las especulaciones le corresponden al lector, más su verdadero sentido sólo me pertenece a mi.

Y esas mujeres de la farsa tienen nombres, mi buen Alcides, la Marta Modesta Jiménez, viuda de Fructuoso Rodríguez, casada con el jefe de despacho de Fidel Castro; Maria Elena Mas Ibarlucea, hijastra del embajador Fernando López Muiño y su esposa; las hermanas Rauda, y  Zaida Jamis y Jorge Luís Blanco, (esposo de la primera);  bajo la dirección de Ileana Quintero de la Consultoría Especial de Abogados que cobra en dólares. Ellos, y la hija Rauda, escritora y psicóloga francesa, fueron los que instrumentaron el desbarajuste de bienes, e impidieron toda posibilidad de que yo pudiera cumplir la voluntad de Jamis.

El proceso (lo tengo delante de mis ojos) habla de una muchacha que “no se vestía como hacia falta para ocupar el puesto de viuda”. Así, textualmente, transcribe el desenchuche, relajo y prepotencia de la clase superior, aprobado, y aplicado por las anti-leyes cubanas, contra los testigos prestigiosos que afirmaban en mi favor.

Por mucho saber, compartir, o amar, me mataron. Dejándome luego, continentalmente en la calle, junto a mi hija Laura Mar, en un frío invierno de 1992. Tras terminar una exposición en el Musée de la Prieurée, en Harfleur, decretaron que era indocumentada y que no podría regresar a Cuba (por la perdida casual de mi pasaporte en la embajada cubana a Paris), mientras una tropa de militares armados ocupaba, al asalto, la Casa Planeta y expulsaba a mí madre, abuela y sobrino, bajo un ataque de asma, una tardecita en que exterminaban comejenes y mi madre repasaba con esmero la guayabera azul de Fayad, la cual iría, sin dudas, al museo.

Pero esos funcionarios tienen también nombre querido Alcides. Las operaciones fueron llevadas a cabo por Marta Arjona, especialista durante años del Fondo Cubano de robo de Bienes Culturales (recuérdese a Portocarrero, a Cofiño, a Marinello), y Eusebio Leal, en persona. Detrás de la fachada Sergio Corrieri, y hasta el mismísimo jefe del país deben haber recibido mis cartas sobre el proyecto y el deseo expreso del autor de jamás desintegrar su colección. En este Septiembre del 2006 declaro, por primera vez, que ya no espero respuesta.

¿Donde están las obras? Pude ver algunas en la galería del hijo de Eusebio Leal, en Madrid. Estaban a la venta, y reconocí que pertenecían a las últimas, pues fui yo quien las coloreó y como todo hacedor jodedor, marcábamos quien metía la delicada mancha, simple y risible travesura.

Pero te equivocas Alcides, el Moro había cambiado mucho. Día tras día perdía más y más su cabello, su bigote negro. Yo pasaba un pañuelito blanco, lo recogía, y lo escondía en una cajita de cristal; pero también se le caían muchas ilusiones. Avistó el desenlace y anotó detalles. La  boba de Abela  fui yo, que no supe defenderlo pues sólo me importaba él y tras su muerte, levantarme e intentar llevarme un bocado a los labios, ardua tarea en ese caos de 1988 y principios de la década del 90.  No tuve fuerzas, no pude.

No es vanidad si te digo, el destino de los cuadros le importaría un comino, estaba rodeado de ladrones, oportunistas y traficantes. Como tu, él  tampoco hubiese querido saberlo. Lo estaban desangrando, y lo sentía visceralmente. Me imagino que  Fayad, quien no tuvo el coraje de sostener el cojín hasta asfixiarme, aquella tarde donde supo la perdición  de la isla, se inquieta por saber si mi hija o yo estamos vivas, y si le recuerdo.

Ves, te agradezco que me lo permitieras, el Maestro, simbólicamente puede reposar en paz, no fui “tan mala alumna”, durante casi veinte años he pintado a romperme los pulmones de trementina y emborrono cuartillas, aunque me prohíban visitar su tumba.

Margarita García Alonso
Septiembre 19 2006

* Alcides, Rafael 2005. “El fatum de Fayad Jamís” Desde La Habana. Encuentro en la Red, 29 de junio 2005.
** La viva presencia de Fayad, de, Escambray, Noviembre de 1988.
*** Moyano, Juan Carlos 1989 “Mi muerte pasara silbando y mi palabra será un leve temblor humano”. La Gaceta de Cuba, Noviembre 1989.

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