Everything, Centinelas de Madrid. Margarita García Alonso, en La costurera de Malasaña

Randis Albion
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Centinelas de Madrid.
Margarita García Alonso, en La costurera de Malasaña

Un hombre alado salió a dar una vuelta
y al aterrizar en el prado que habituaba
encontró que habían construido
una ciudad en su lugar.

En mi casa siempre oí cantar,
era mi abuelo que hacía bocetos
de ángeles a la medida
de mi pie descalzo.

Ahora habita en las azoteas de Madrid
donde el tiempo no existe
y una ciudadela de ángeles vigila
a los fumadores de porros,
a las mujeres que duermen
a la sombra de Al Fénix
y parecen solas, pero casi siempre
las cabalga un adolescente.

Por más que busco no encuentro
a la Virgen de los Peligros,
con su nimbo de luz de la marca Moore,
haciendo milagros de bombillas.

Aurora, desde la azotea apenas me ve
-cosas de perspectiva-
por muy diosa que sea se tira a fontaneros
que saben manejar el metal.

Cuando llueve se lava,
calada hasta la madera Minerva,
en el Círculo de Bellas Artes,
a 58 metros sobre la calle de Alcalá,
a pesar de estar hueca murmura que
su miedo es el viento.

Pero en realidad es al Hombre a quien teme
el hombre que  cuelga su traje ahumado,
sobre el filo de la ventana,
hacia el abismo la tendedera y sus ganchillos
que saltan pavorosos al vacío.

Cuando un trozo del ala de Pegaso
cayó sobre la calzada
la Real Academia de San Fernando dictaminó
que «en evitación de alguna catástrofe»
se bajase a los centinelas de mármol.

En aquel entonces los bloques se desmoronaban,
no hubo más remedio que cortarlos,
aunque entre tejados se escuchara
como ponían el grito en el cielo.

Bajar fue casi tan complicado
como había sido subir los vigilantes a las azoteas.
Durante horas abandonados
 en la acera de la Gran Vía,
semejaban  fantasmas de desterrados.

Entre la plaza de Legazpi y la glorieta de Cádiz.
volvieron al suelo los originales
pues no tiene sentido adornar tejados
ni esconderse a la sombra de los ángeles.

-De todas formas, eran sustitutos, pura copia-

Cada marzo, un rayo de sol atraviesa
la cabeza del Ángel caído que añora el prado
y sobrevuela a quienes transitan sin dios ni rodillas,
fabricados de la misma manera que sus padres,
esculpidos en barro, quemados por la cera,
con un pequeño corazón donde se coló el bronce.

Yo sigo escuchando,
quizás solo sea el abuelo
que reza sin poder tocar tierra.

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