Combina: la vida en el Norte: Monet/ Freud/ Hopper-fragmento de La pasión de la reina era más grande que el cuadro Margarita García Alonso

Street of the Bavolle Honfleur - Claude Monet

 Ali - Lucian Freud

 Evening in the Studio - Lucian Freud

 Girl in a Blanket - Lucian Freud


 Eleven A.M. - Edward Hopper

Gaz - Lucian Freud

 The Pointe of Heve - Claude Monet



 Painter and Model - Lucian Freud
FRAGMENTO DE LA PASION DE LA REINA ERA MAS GRANDE QUE EL CUADRO-
NOVELA- MARGARITA GARCIA ALONSO 


...Veinte años en un pueblucho del  norte de Francia, entre seres atormentados por  los larguísimos inviernos y la falta de trabajo, habían doblegado mi voluntad. Una suerte de hechizo maléfico  había abortado  las  tentativas  para escapar,  transformándolas  en  fobias sociales, desmedidas angustias existenciales y profundas decepciones.
Perdida  la energía para salir del apartamento, se hacían escasos los saludos en el  vecindario,   disfrazado  bajo el caqui amarillento de los impermeables de otoño, que  trazaba  las aceras cagadas por  los perros  hacia la panadería.
Desde la ventana del primer piso  de un edificio de alquileres baratos, he visto sus deberes. Como relojes de extrema precisión desfilan de seis a nueve y media de la mañana en busca del pan; hasta las diez se extiende el paseo de perros; y cerca de las once comienza la procesión de madres, quienes esperarán  durante una hora la salida  de  los hijos, de la escuela privada del barrio.
 Puedo verlas en la acera, en grupos de tres,  moviendo con insistencia un cartucho lleno de grasa que oculta un croissant o un pan  relleno de chocolate. A veces,  el panadero se mezcla al  grupo.  No puedo denunciarle por mi miopía, pero ha drogado a las familias,  regalando productos para implantar el vicio y la necesidad azucarada.
 En la esquina, apostado tras un delantal, mira a las mujeres con insistente desafío, culpabilizándolas si no compran. La descendencia saldrá  al mediodía de la escuela católica, pagada al precio que permite no compartir silla de colegio con un árabe.
Nada ha cambiado desde que careno en los parajes, excepto la subida exorbitante de los precios y mi pérdida de fe. En la rajadura donde me he tirado, no espero ayuda. El espectáculo de mis temblores cuando camino a comprar tabaco  en el estanquillo de la esquina, se confunde con la ansiedad de estas mujeres, sin que  pueda identificar la causa.  No sé si ellas temen que se haya infiltrado  un pederasta en el patio de la escuela, o a que los críos maldigan si no  aportan aperitivo. No sé si temo que remarquen mi presencia o me ignoren en la comunidad. Es evidente que sin el caqui, o el coche de niños,  embadurnada de acrílicos y con el pelo revuelto puedo provocar inseguridad.
Es evidente, intento no confundirme con los nativos  y  mi ingenuidad paga un precio elevado. Nadie escapa del estricto control de las leyes secretas de las provincias francesas, donde la mediocridad resplandece en una fauna humana despiadada, basada en  tradiciones que rechazan lo extranjero o diferente; y en el  sometimiento a comadres que pululan en los comercios sembrando el pánico con castigos medievales  y  patrones de exclusión o aceptación.
Algunas viejas se atreven a realizar   interrogatorios y,  una vez identificada la procedencia, familia, y objeto de estancia en la localidad, terminan la conversación con un simbólico « Ah, bon », que normalmente marca el inicio de las hostilidades o el jubileo por  la captación de un miembro de la sociedad, activo en la recogida de flores, hongos,  en  fechas precisas  que se trasmiten en el más estricto secreto.
Los candidatos deben ejercer en las especialidades regionales de mayor impacto:  la confección de flores en papel para carrozas que circularán en  el verano, o la venta de objetos insoportables _los añorados « vacía el granero » donde se despojan de  épocas de fragilidad estética, o   desescombran  regalos chillones y de factura miserable.
Los viejos agudizan el ojo para inspeccionar, sin traspasar las puertas, las dos cafeterías del barrio  tenidas por Mustafá's. El primer Momo  ha establecido comercio al lado de Le Palace, una verdadera quincalla tenida por franceses que hacen negocios con los notarios que decomisan productos en la región.
El Palacio es el Ministerio  del kitsch nacional, no llega al folclor de las tiendas chinas,  pero  aumenta los precios convencido de la relación entre la pobreza y la locura.  Todos los productos partirán, pues un francés no puede pasarse de un cesto para el pan, un mantel a cuadros rojos,   una escalofriante escoba de paja, o  una bola de cristal con la reproducción en su  líquido interior de un monumento,  donde revuela   la nieve  si se sacude; sin menospreciar  las infinitas esculturas de  ancianos en cerámica,  vestidos a la usanza de cada región del hexágono, que invaden con su sombría maledicencia los estantes de cocinas y muebles normandos.
 Momo I goza, desde luego, de esta clientela, y centra la cantina con una enorme pantalla de televisión, donde pasa incesantemente los juegos de fútbol.  En la barra se apuestan los resultados del deporte y se venden tiques de la lotería. En las mesas, apiladas para no estorbar la pantalla, merodean árabes de muchos confines, esperando la entrada de algún conocido para sonarse una palmada en el pecho.
 Llegué a pensar que si detenía la mirada en cualquiera de ellos me contagiaba de la rutina ocre que exhalan sus poros. Los exiliados de cinco generaciones  conversan en lenguas que hace mucho dejaron de estudiar, y a las que les han añadido las expresiones  sin connotación particular, de esta tierra. Solo hombres, entre hombres.
Las  escasas  mujeres del Café son la herencia de Maupassant, o del cruce de varias generaciones de mendigos con siervos. Estoy por creer que si descienden realmente de los vikingos, pertenecen a  la clase que forjaba las hachas, y no iba a los combates por problemas físicos; quizás,  el defecto, o la amputación  les salvó de batallas sangrientas,  y han evolucionado como rarezas humanas.
Es imposible que en los antepasados encontráramos  una nariz aguileña, más de un metro setenta, manos delicadas o un gesto refinado al llevar un vaso a los labios. La naturaleza ha perfeccionado  la consanguinidad hasta llegar al extremo de un ser  tosco, bajito, de barriga prominente,  ojos agresivos y un acento que asesina cualquier musicalidad o cliché sobre la lengua de Verlaine.
 Las venillas  moradas que  dibujan ramificaciones en las narices y cachetes,  desvían la atención de la botella de alcohol de manzana que descienden hasta que el rostro, casi negro, vomita por una boca desdentada, el lago de miseria  acumulada  durante siglos. 
Por mutua desconfianza y oposición  nos ignoramos;  los habituales saben que soy extranjera, e inferior; y a mí me da el ninguneo por pensar que tengo algo de superior, y no es la piel, ni el acento, o los estudios de antaño, una simple sensación apuntalada  en el rechazo a vivir en comunidades cerradas.
En el bar del otro Mustafá se apuesta a los caballos y las pantallas proyectan las carreras, con breves  noticias de los tiempos. Los clientes poseen los mismos rasgos étnicos, pero visten chaquetas en cuero, y nunca se sientan. Parados en el mostrador, y sin quitar los ojos de la carrera, se mueven hasta la caja contadora y extienden papeluchos de suerte. Entre la población del sitio corre la leyenda que muchos han acumulado  fortuna con este juego y no es raro encontrar quien apuesta quinientos a un caballo por  el número,  por el ojo con que mira  la pista, o un lunar en  las patas que galopan bajo la llovizna de Deauville.
Momo II también emplea a mujeres en el servicio: rubias, cercanas a los cincuenta, risueñas pero carentes de atractivos femeninos, lo cual puede  desordenar  la clientela. Por lo general, son las esposas, o mujeres de primos, a quienes devuelven un favor o a quienes cobran por haber perdido las apuestas.
En la acera han situado mesas repletas de desempleados, quienes  languidecen frente a una cerveza, sin planes, ni perspectivas, consolados en el exotismo  de esta aglomeración del  norte de África,  representante del sol, o de ritos  completamente ausentes en  la sociedad francesa.
He visto a un argelino contar que se moría de  un cáncer  y su deseo de reposar en paz en las montañas de la Cabilia, frente a un aborigen normando que sonreía, y  respondía “que allá seguro  hay sol todo el año”, como si existieran varios canales de comunicación cruzados, sueltos en la ruda monotonía del bar a apuestas.
Entre ambos,  separados por cien metros, está el bar de Patrick,  un francés delgaducho, con clientes fijos que recargan las  mentiras del mundo: el francés con su sombrero de lana; el roquero con botas  texanas,  la señora pálida de moño,   la chica romántica  que busca  amor en el sindicalista rojo, la obesa a quien  le han pegado los cuernos, los alcohólicos anónimos de la resistencia, el viejo partidista que gana a la petanca, el maestro que no soporta a los alumnos y el intelectual indiferente que se creó el hábito del anisete en solo cuando supo que su padre, sesenta años atrás, fue fotografiado en la misma mesa con la mujer que le parió. Todos son imitaciones cinematográficas, que repiten un rol mal aprendido, y utilizan el vestuario de  los pulgueros a trapos.
 Patrick no vende apuestas, ni tarjetas de suerte. Temo despertar y encontrar el anuncio de  cierre, con lo cual perderíamos la poca dulce Francia que enloquece tierra adentro.
Las pantuflas a cuadritos,  el corta vientos gris y los pelos amputados al hacha,  abundan en el  populacho de Le Havre  que arrastra  el esqueleto torcido por la humedad y, a duras penas,  una vida de carencias.
 Durante meses rompieron las calles para posar los rieles de un tranvía que aligerará las distancias, pero no el bolsillo de los viajeros,  agrestes como el  arrecife que  rompe el asfalto, hiere desde el subsuelo,  o el salitre que escancia  el Mar de la Mancha y causa serias lesiones en los ojos.
Aunque se realicen esfuerzos, la ciudad permanece envuelta en  una luz plomiza que ciega identidades y conforma,  bajo mi ventana,  un río de pigmentos abaratados por la luminosidad que se come las sombras.
El alabado sol de los impresionistas, quienes hicieron carrera a golpes de pincel, como si el chasquido de los pelos sobre la tela los retuviera en tierra, impone  irrealidad a los cuerpos que se desplazan  sin proyectar el alma en el suelo.
 En el parque de la Iglesia Santa María, a una cuadra de mi apartamento, han sembrado sauces llorones, en un afán de perfeccionar  la tristeza, y aumentar el lúgubre repiqueteo de las campanas que anuncian que un vecino ha traspasado la verja del crematorio;  o una boda disloca el atardecer con  autos envueltos en  lazos  irreales bajo  globos, tirando  cacerolas de un noviazgo consumado.
Es el mundo que abarco desde el faro de mi edificio barato, el que contemplo y nutre mis escritos.
No cuento las veces que me he acercado  a los acantilados frente al Mar de la Mancha y he pensado  saltar hacia la inmensidad. La repugnancia a la sangre y a los huesos dislocados  desvanecen el propósito cuando contemplo el mar  verdoso, a veces  plateado,  donde vuelan gaviotas y gavilanes que se eternizan en las corrientes de aire y agudizan el ojo cuando se desprende un peñasco.
La llovizna  y las ventoleras entretienen la neurosis de estas aves,  que se empeñan en rellenar de  paja la boca para fusiles de  los bunkers alemanes de cuando la segunda guerra mundial. El cemento bruto ha resistido y asemeja a un cementerio de prepotencia, ruina de orgullo y maldad, cortando el tranquilo horizonte...
BUBOK 

Blond Girl, Night Portrait - Lucian Freud



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