La primavera ha muerto-Poesía de Fayad Jamis.
Poesía de Fayad Jamis.
‘Recordando una lectura de La primavera ha muerto’
Hay noches en que te quedas solo y fumas y recuerdas,
y por tu mesa desfilan, deteniéndose, amargos fragmentos
de tu propia vida, y, a veces, de alguna novela
cuyo autor se esfumó en tu memoria.
Aún más amargo que el recuerdo es escribir
sobre lo escrito, y particularmente en este caso,
sobre lo que te asalta y obsede en estas noches
en que te quedas solo y fumas y recuerdas.
Debo decir que la novela llevaba un título poco original
y, sobre todo, cursi( al menos en la burda
traducción castellana): La primavera ha muerto…
Un hombre, Peer, un violinista, la mujer Edna, una bióloga
heredera de una inmensa fortuna. Y la novela empieza
en un lugar en el norte de Europa, con frio, claro,
y una ventana encortinada cerrada frente a un fiord,
desde luego, y el vapor de las tasas de té, mientras la noche
devuelve el ruido de los besos.
Edna es el desamparo y unos ojos azules.
Peer la inseguridad y un violín amarillo, bello como el otoño.
Edna es menuda y fina, y práctica y sonriente.
Peer es delgado y torpe, y fuma hasta el olvido.
Pero no, no pretendo contar el libro entero.
En todo caso, sería mejor encontrarlo y que lo leas,
que leas, sobre todo, las partes que no olvido,
esas precisamente que tengo que olvidar, aunque me cueste
perder los ojos de Edna para siempre.
Voy al grano, se amaron locamente,
en verano se revolcaban en al yerba,
se llenaban de yerba los bolsillos, los ojos,
crecían sobre el prado sus soledades juntas.
Edna, hasta el fin de nuestras vidas no permitiré
que los fantasmas se agiten en tu noche.
Siempre, antes de dormirme, te daré un vaso de agua,
calentaré tus pies, en mis manos, en mi aliento.
Peer, tú solo sirves para tocar ese violín,
qué sería de ti si yo no me ocupara de tus cosas
(creo que ni serías capaz de dar otro concierto),
Pero no importa, Peer, te amo tal cual eres…
Y un día —ya habrán pasado unas doscientas
páginas— la novela de amor se transforma
en novela de otra cosa: en la casa penetran, como insectos,
incomprensiones, desavenencias, cólera, y ya nada
puede detener el lamentable, lógico final
(¡claro que se trata de una cursi, aunque por momentos
bella novela de amor!); Peer y Edna, sin proponérselo,
se vuelven, poco a poco, enemigos, se esfumaron
los besos, los monstruos de la infancia penetraron
en la mansión, y Peer, sin otra cosa
que su violín a cuestas, piensa seriamente
si más bien deberá dedicarse a tocar en los cafés
mientras la gente, indiferente, deposita
unas monedas en su viejo sombrero.
Pero no, no: la cosa no es tan grave;
aunque pobre, tocaré mi violín como hasta ahora,
entre las gentes silenciosas que desafían el frio
para venir a escuchar a Peer, el violinista
de cuyo arco caen la nieve y las estrellas.
¿Y Edna? ¿Edna? ¿ Qué hace Edna mientras tanto?
El día de mi concierto me envió un cofre lleno de basura,
y cuando le pedí mis partituras me las negó
arguyendo que las necesita: “Pienso estudiar
un poco de música”. Respecto a otros objetos:
se quedó con mis sábanas, con un viejo reloj que,
según dicen, paso por las manos de la reina Cristina
y con mil baratijas que fueron parte de mi vida.
Además…¡Pero basta, basta ya, pobre y bueno de Peer!,
te quieres adueñar de toda la novela
y casi no me dejas terminar mi historia, mi poema.
Creo que viviste una vida de más de trescientas
páginas, con tu extraño violín amarillo,
triste como tus ojos, y tu amor por Edna, y de nuevo
tu soledad, pero ha llegado la hora
de que descanses para siempre, Peer.
Descansa sin rencores, Peer, sin mezquindades
ni miserias humanas. Toca tu violín allí donde te halles
(paraíso o infierno o simplemente tierra de los hombres)
y deja para siempre mi recuerdo.
Y tú, Edna, ¿qué ganas con esas tonterías?
Tú que todo lo tienes —hasta ese delicioso castillito en Elsinor—,
¿por qué usurpas a Peer sus pobrezas?
¿Conjuras tus fantasmas con algún viejo traje
de ese loco de Peer? Vamos, te lo ordeno:
vuelve al primer capítulo del libro,
limpia de mezquindades y rencores.
Que el lector, al cerrarlo, piense en ti, nostálgico:
Edna era el desamparo y unos ojos azules.
Hay noches en que te quedas solo y fumas y recuerdas,
y revives fragmentos de una novela que terminaste de leer
enternecido, casi colérico, y lanzaste aquel volumen
desde la ventana: se hundió como un pájaro en el agua.
Del poemario ‘Solo el amor’, editado en México en 1983.
‘Recordando una lectura de La primavera ha muerto’
Hay noches en que te quedas solo y fumas y recuerdas,
y por tu mesa desfilan, deteniéndose, amargos fragmentos
de tu propia vida, y, a veces, de alguna novela
cuyo autor se esfumó en tu memoria.
Aún más amargo que el recuerdo es escribir
sobre lo escrito, y particularmente en este caso,
sobre lo que te asalta y obsede en estas noches
en que te quedas solo y fumas y recuerdas.
Debo decir que la novela llevaba un título poco original
y, sobre todo, cursi( al menos en la burda
traducción castellana): La primavera ha muerto…
Un hombre, Peer, un violinista, la mujer Edna, una bióloga
heredera de una inmensa fortuna. Y la novela empieza
en un lugar en el norte de Europa, con frio, claro,
y una ventana encortinada cerrada frente a un fiord,
desde luego, y el vapor de las tasas de té, mientras la noche
devuelve el ruido de los besos.
Edna es el desamparo y unos ojos azules.
Peer la inseguridad y un violín amarillo, bello como el otoño.
Edna es menuda y fina, y práctica y sonriente.
Peer es delgado y torpe, y fuma hasta el olvido.
Pero no, no pretendo contar el libro entero.
En todo caso, sería mejor encontrarlo y que lo leas,
que leas, sobre todo, las partes que no olvido,
esas precisamente que tengo que olvidar, aunque me cueste
perder los ojos de Edna para siempre.
Voy al grano, se amaron locamente,
en verano se revolcaban en al yerba,
se llenaban de yerba los bolsillos, los ojos,
crecían sobre el prado sus soledades juntas.
Edna, hasta el fin de nuestras vidas no permitiré
que los fantasmas se agiten en tu noche.
Siempre, antes de dormirme, te daré un vaso de agua,
calentaré tus pies, en mis manos, en mi aliento.
Peer, tú solo sirves para tocar ese violín,
qué sería de ti si yo no me ocupara de tus cosas
(creo que ni serías capaz de dar otro concierto),
Pero no importa, Peer, te amo tal cual eres…
Y un día —ya habrán pasado unas doscientas
páginas— la novela de amor se transforma
en novela de otra cosa: en la casa penetran, como insectos,
incomprensiones, desavenencias, cólera, y ya nada
puede detener el lamentable, lógico final
(¡claro que se trata de una cursi, aunque por momentos
bella novela de amor!); Peer y Edna, sin proponérselo,
se vuelven, poco a poco, enemigos, se esfumaron
los besos, los monstruos de la infancia penetraron
en la mansión, y Peer, sin otra cosa
que su violín a cuestas, piensa seriamente
si más bien deberá dedicarse a tocar en los cafés
mientras la gente, indiferente, deposita
unas monedas en su viejo sombrero.
Pero no, no: la cosa no es tan grave;
aunque pobre, tocaré mi violín como hasta ahora,
entre las gentes silenciosas que desafían el frio
para venir a escuchar a Peer, el violinista
de cuyo arco caen la nieve y las estrellas.
¿Y Edna? ¿Edna? ¿ Qué hace Edna mientras tanto?
El día de mi concierto me envió un cofre lleno de basura,
y cuando le pedí mis partituras me las negó
arguyendo que las necesita: “Pienso estudiar
un poco de música”. Respecto a otros objetos:
se quedó con mis sábanas, con un viejo reloj que,
según dicen, paso por las manos de la reina Cristina
y con mil baratijas que fueron parte de mi vida.
Además…¡Pero basta, basta ya, pobre y bueno de Peer!,
te quieres adueñar de toda la novela
y casi no me dejas terminar mi historia, mi poema.
Creo que viviste una vida de más de trescientas
páginas, con tu extraño violín amarillo,
triste como tus ojos, y tu amor por Edna, y de nuevo
tu soledad, pero ha llegado la hora
de que descanses para siempre, Peer.
Descansa sin rencores, Peer, sin mezquindades
ni miserias humanas. Toca tu violín allí donde te halles
(paraíso o infierno o simplemente tierra de los hombres)
y deja para siempre mi recuerdo.
Y tú, Edna, ¿qué ganas con esas tonterías?
Tú que todo lo tienes —hasta ese delicioso castillito en Elsinor—,
¿por qué usurpas a Peer sus pobrezas?
¿Conjuras tus fantasmas con algún viejo traje
de ese loco de Peer? Vamos, te lo ordeno:
vuelve al primer capítulo del libro,
limpia de mezquindades y rencores.
Que el lector, al cerrarlo, piense en ti, nostálgico:
Edna era el desamparo y unos ojos azules.
Hay noches en que te quedas solo y fumas y recuerdas,
y revives fragmentos de una novela que terminaste de leer
enternecido, casi colérico, y lanzaste aquel volumen
desde la ventana: se hundió como un pájaro en el agua.
Del poemario ‘Solo el amor’, editado en México en 1983.
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