El síndrome de Groenlandia.






El síndrome de Groenlandia.

A su espalda, una ráfaga de aire helado borra la traza. Las botas se adentran en el blando suelo y dejan agujeros para los conejos que inundarán la pradera en la próxima primavera. El talón tambaleante forma  cráteres, como si ella tuviera un peso descomunal o fuera de una profundidad de abismo.

Se funde con el hielo. Si abriese los ojos sabría que está encerrada en un cuartillo pestilente a cigarro negro, en un edificio de bajo alquiler postrado en la esquina de una ciudad con las aceras cagadas por los perros.

Ha transcurrido un cuarto de siglo y comienza a desperezar. Una mirada al iglú convertido en colina del horizonte y decide acercarse a la temida aglomeración de casitas en madera donde cazadores, buscadores de pieles raras,  y aduaneros cabreados, regidos por el espectro de un dictador, juegan una partida interminable de cartas, junto a hombres y mujeres que zurcen retazos de piel.

Maola entreabre los ojos rasgados y se arranca la epidermis de la mejilla. Indiferente, los ojos desmesurados frente a las luces. Está aterrada, pues poco a poco es habitada por Marga, quien cobra forma ante el insistente zurcido de los inuitas. La noche comenzará en breve y las capas de pieles pesan;  los abrigos no corresponden al clima más suave que invita a penetrar en la civilización, esa que abandonó quince años atrás para convertirse en silencio.

No recuerda como marchar sobre tierra y menos sobre piedras, que se aplanan en una calle de asfalto negro, extendida en línea recta más allá del apreciable horizonte.

Los árboles espaciados, empercudidos de siena, en escasez de hojas, se agrupan en un bosquecillo. Apenas ha marchado unos veinte metros y las rodillas le flaquean bajo un pánico abrupto.

Maola se detiene jadeante y se esconde en los arbustos. Ha andado, demasiado ha andado, para salirse de esa marea de noches, meses, lunes o sábados idénticos, pero aún no está preparada para escuchar voces humanas.

Quizás le aconseje la noche. No sabe si llegará a empuntar la callejuela,  si volverá al país de las tinieblas, o pasará la frontera de ese lugar. Inútil desvestirse de todas las pieles.

_Tengo miedo _dice, mordiéndose las manos hasta sangrar.

Como una loba chupa el hilo de sangre que fluye de su muñeca. Alimentándose de su sangre, de ella, la única persona a quien tiene confianza, pues sabe que es capaz de abandonarse sin una explicación.

La idea de partir a Groenlandia se instaló rápidamente cuando supo que no podría regresar a la tierra donde nació  que  la había borrado a jamás. En aquel entonces,  los calmantes espesaban la baba que descendía de la comisura de los labios, y nadie aparecía.  Apenas recuerda a un muerto que invadía las horas con su ruina de osamentas; la creencia en forma de ángel  ajado, en una esquina,  y a su hija, quien se avergonzaba en una lengua desconocida.

Maola merodea con aire salvaje, le lanza arpones a la cervical, y  su nuca anquilosada emite  un zumbido agudo. Marga tiembla frente a su mirada. Si amansa la desesperación y espera que amaine el temporal, podrá llegar hasta un lugar civilizado. Hierve agua,  delante del humillo se extiende el vacío total de la existencia.

Cuando el antártico ganó,  Maola desbarató las neuronas que ligaban a Marga a cierta reconciliación, acuchillando sin distinción las ideas, las esperas, los pedidos, la infancia. El reinado de Maola comenzó con treinta años y un enorme cansancio. Marga olvidó la poesía, la palabra por obscena, por no aliviar, ni encontrar justeza. Maola la  mató para que pudiera sobrevivir.

Ahora Marga ha regresado con la misma rapidez que se fue. Un golpe seco la expulsó del abrigo.  En el bosquecillo suelta  los cabellos untados de orine y sonríe. Se ha salido del encierro blanco,  aún no sabe que su piel se ha arrugado, sus mejillas caen desgajadas y si no define las uñas es porque su vista ha mermado, a punto de cegarla a los colores.

Si un aviador holandés no hubiese extraviado la correspondencia, jamás hubiese pensado que su país cambiaba, y todos los conocidos habían publicado libros, emigrado, tenido hijos, mientras desaparecía el salón del té del puerto en Matanzas, dejando sin patio de conversación a la ciudad.

Marga no está  lejos. Parapetada en la última calle del mundo, con el corazón ocupado por un glaciar, rodeada de abedules enanos, de musgo, y  líquenes que la han protegido de  las ambiciones de  contemporáneos, y del inusual estancamiento de aquella isla donde todo se desmorona.

En dos enormes huesos de ballena ha dejado que la ventisca transcriba su destino. Acostada en la tundra, junto a los caribúes, recogía champiñones y  arándanos;  tallaba anzuelos y pescaba. El sol reluciendo en lo alto del cielo, a medianoche.

En esta zona de desproporcionada belleza, cuando alguien  se siente perseguido por el mal ojo, o un espíritu maligno opta por cambiarse el nombre. Por eso responde a Maola, y está convencida de despistar los maleficios cuando  prepara  ojos de pescado crudo para su hija, quien los come como caramelos.

Pero el tiempo ha pasado. Maola no está contenta de su encierro dentro de una mujer loca. Quiere partir, quiere ayudar a otros en el recorrido por pasajes inhóspitos. Se han acumulado los presagios: los perros ladran, la piel y el hígado de foca se deshacen.  Maola nombra a Marga, la interpela por aquel nombre antiguo, enrareciendo el aire purísimo y un bloque de hielo se resquebraja con resonancia. El frío exterior ha mermado considerablemente,  el fuego interior derrite el extenso glacial del miedo.

 Miedo, miedo de caer entre los Hombres apresurados de llegar a cierto lugar. Miedo de perder la dirección del iglú. Miedo de contar la deshonra que la llevo a esos parajes.

Miedo a escuchar, ahí va la loca. Miedo a los harapos. Miedo a su miedo. A las miradas, a las palabras. Miedo a un Hombre que le regaló su muerte.

Miedo al temblor anunciador del vértigo. A la ventana entreabierta y al sol desvergonzado acariciando los hombros. A las aceras en sombra; a los pasantes que ríen despreocupados, cuando algo puede acecharles. A los relojes suizos,  a los relojes eléctricos que parpadean cuando se va el flujo; a la televisión que adormece el tiempo, al canapé confortable con su lienzo mal acodado y sus tripas afuera,  sangrando por las garras de los gatos.  A la frase común deshabitada; a la insinuación, al desvarío. Miedo de escuchar, escuchándose.

Al monologo ignorante del susto. Al suicida que aplaza el día hasta que perfeccione al extremo el cierre de la cuerda. Miedo a la cuerda que amarra, a la metáfora de los lazos del zapato que le recuerdan las cárceles donde no son permitidos.

Miedo a las escupías que dan sed y deshidratan. Miedo al vómito, a la sangre, a la esperma, a la orine, a la mierda que conoce mejor que ella los conductos, recovecos, interacciones entre el exterior y ese interior decorticado por los médicos, y los aparatos de resonancia magnética. Esa inmensa mierda en forma de nostalgia y ausencia de los exiliados.
Miedo al ciclón, no al destrozo, miedo a su ojo calmado que cubre como un techo la cabeza. Miedo al después cuando se aglomera, se acelera el movimiento, a  la reconstrucción.

Miedo a pasar por las aduanas donde extraños, desde peceras, visualizan documentos de poca estima, y narración de causas. Miedo a esas puertas  de aduana donde chillan las llaves de la casa que ha dejado atrás, a la que nunca regresará. A los que dan la bienvenida al nuevo infierno.

Miedo al mediodía que se va rápido, al atraso,  a preparar la cena para cuando lleguen los que incursionan entre inútiles recetas de dantescas oficinas.

Miedo al ruido de una palabra que condene, juzgue, marque.

Miedo al dentista disfrazado de mudo, espejo en mano, atareado en desenmarañar de la úvula las palabras, la lengua ensalivada. Miedo al líquido mentolado que transforma el aliento en cachorrillo domesticado, mientras el médico exige cheque.

Miedo al beso que entrechoca los dientes, miedo a la mordida que no sangra y envenena los labios.

Miedo al tren expreso que enfila por la mente y todo sea olvido, polvo de olvido, olvido de muerte.

Miedo a la muerte por sorpresa, a que no sea atroz ni enigmática. Solo un sueño y desilusiones permanentes. Enorme miedo a padecer el miedo, tanto agobio, incertidumbre vana. Tanto cuento, como si no supiéramos que basta dejarse ir, dormir en el vientre de la madre, abandonarse  al ruidoso, ambicioso, estremecido corazón que se va apagando hacia una  noche silenciosa, infinita.

Miedo al día, nunca a la noche. Miedo al reflejo, nunca al puñal. Miedo de necesitar al otro. Miedo a ser otro y serlo e ir padeciendo la mediocridad como si fuese una fina espuela sobre la lucidez.

Miedo al comentario sobre el cáncer y no al humo que asciende, a la nicotina que amarilla el índice. Miedo a la escasez de tabaco en un día feriado, los estanquillos cerrados, el bolsillo vacío.

Miedo a la tinta que gotea de la pluma y traza dibujos y presagios en la carta temblorosa de las verdades.

Miedo a borrar el olor  del amante, de cada bandido que arrebata. Miedo a confesar  públicamente la penetración osada de un dedo en cierta vagina hambrienta de golpes secos. Miedo al falo, casi temor a su ausencia y denunciar que es  ignorante de las letras que acompañan los ovarios.

Miedo al café del alba, a las llamadas telefónicas, al conocido que pregunta ¿qué haces el sábado? para empantanar durante horas con un sinnúmero de conflictos tribales de los que huye a diario con una soledad importante.

Miedo a que se vea que tiene miedo o que lo tendrá en el minuto siguiente. Miedo al desespero, a la espera, a las filas de espera, a los grandes comercios. Miedo al fuego, al frío, a que se asemejen los sentidos y no sepa cuando duela.

Miedo a las luces blancas de los hospitales, sobre mercancía humana, bien empaquetada para los trepanadores de cráneo de todas las ideologías. Miedo a los aparcamientos subterráneos, al metro, a la caída en los rieles, al túnel que traga. Miedo a la cabeza que da vueltas. A las piernas que flaquean, a la flojera de la angustia, a las facturas, a la orden, el autoritarismo, a la sed que se extiende en la garganta.

Miedo al oculista, al proctólogo y su dedo; a mojarse en la consulta del ginecólogo, a que se vea que va a desmayar. Miedo a las corridas de toro, a las cacerías donde corre la sangre. Miedo a los viajes, nunca ir, más bien a no querer regresar. Miedo a la emoción que mueve arrítmicamente el corazón y palidece, sin saber, si comparte cabina con un terrorista que saltará junto a la carga mortal.

Miedo a la vejez, a los pesados, a la carencia, a la letra recomendada, a la falta de papel, tabaco, filtro   para hacer un cigarrillo donde chupar recuerdos. Miedo a llamar a la  madre y saber que ha muerto otro en la isla. Miedo a los mendigos que juzgan, a los respiros que matan. Miedo a decir, a callar. A las buenas personas, a ser, no ser, a ganar, a perder. Un miedo totalizador que invalida.

Miedo a los amigos que se acercan y se pierden de forma violenta. Miedo al vientre que se infla de aire, de agua, de excesos, de grasa, de semen, de embarazos vitales.

Miedo a la pulsión de muerte en cada balcón de un cuarto piso, en cada andén, a caer en la vida.

Maola está profundamente decepcionada de que Marga tiemble, y no se acoja al rutinario cause de los seres,  y con odio le rasga el abrigo, la abofetea y se va.

La Antártica roza las mejillas de Marga cuando emprende la marcha junto a los acantilados, y bordea el barranco. Inmensas las manos, demasiado rebelde su pelo, demasiada respiración de poros dilatados.

La agreste costa, frente al Mar de la Mancha, lacera. Gaviotas y gavilanes marinos anuncian que le espera un ángel que ha envejecido, junto a su hija, - como todas las mujeres interroga  al mal de los genes que le hace repetir los mismos abandonos, decepciones, esperanzas, depresiones- Con el ángel  quiere encontrar las maldiciones para pasar  desapercibida entre los humanos.


Margarita García Alonso
 
 


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