destino
ESO QUE VENÍAMOS LLAMANDO EL DESTINO
Camilo José Cela
"Eso que veníamos llamando la estrella de cada cual -la buena y mala estrella de cada cual- eso que sospechamos, e incluso sabemos bien sabido que está escrito con letras de fuego en el inmenso libro que registra las vidas, las muertes y sus mil maneras; eso que a los griegos les sirvió para basar sus tragedias en lo que pasa, exactamente, porque una fuerza titánica -el fátum- las obliga a desencadenarse sin remisión. Eso es lo que nos sobrecoge y anonada. Esto es lo que nos levanta o nos hunde. Esto es lo que tomó la forma del rayo que fulminó al hombre que instantes tan sólo de libertad pudo gozar.
Es lástima que las agencias no hayan omitido el nombre de este personaje de tragedia, de este ser, casi mítico, lejano y desgraciado, que fue a morir, aún joven y ya evadido, cuando acababa de forzar su libertad.
Sería espantoso -aunque, a veces, pudiéramos desearlo- que el destino fuera transparente como el cristal, lúcido como la cabeza, fluyente y claro como el agua del arroyo que cae por entre las verdinegras y mansas piedras del monte.
No, no buceemos en ese arcano insondable, en ese tenebroso pozo sin fondo del destino. No tentemos las iras de los dioses, ni desatemos su furia; esa furia que, después, nadie podrá volver a atar y que será como un látigo de colas infinitas volteando, sin piedad, sobre nuestras pobres y desamparadas cabezas. La lucha.
El hombre que encontró la muerte mientras buscaba la libertad, que es una forma de la vida, había de ser cantando, en verso heroico, por todos los poetas trágicos del mundo, por todos los hombres capaces de sentirse con el ánimo sobrecogido ante el hado siniestro que guió, por el camino del rayo, sus últimos pasos en esta vida.
De nada nos sirve nada si la vida cesa, como una fuente que se seca, como un pájaro que, de repente, deja de volar como una nubecilla de verano a la que el calor evapora. Es inútil la lucha, es inútil la terca obstinación contra el destino. Y sin embargo, el viejo y cristiano refrán -a Dios rogando y con el mazo dando- nos prohíbe la desesperanza, nos veda el herético quietismo, nos alecciona las carnes y el espíritu contra la abdicación.
Podemos marchar -altaneros, orgullosos, erguidos e impertérritos, como minúsculos diosecillos- por todas las evasiones, a través de todos los campos, caminando bajo todas las tormentas, con el sendero alumbrado por todos los rayos del cielo. Es nuestro ciego y soberbio sino, la única actitud posible en el hombre, ese ser vivo que anda nutriendo la propia venda que vela sus ojos.
Pero jamás podremos asegurar con plena conciencia, con certeza rigurosa, que nuestra marcha nos haya de conducir a la meta propuesta, ese último paso que, a veces, se divierte en jugar a alejarse, como un niño travieso, o en jugar a ocultarse, como un niño muerto en el instante mismo de nacer.
Amante incierta, insegura, infiel, la vida, esa entelequia que se disfraza con los cien colores del engaño y con las cien mil palideces de la incertidumbre, nos zarandea como a livianos peleles, como a muñecos sin peso ni sustancia, como a arbolitos que se quedaran, como en el cuento, con las raíces al aire y la copa habitada por los pájaros locos que cantan sin ton ni son.
Nos ejemplarizamos - llenos de reservas porque sabemos que el hombre sigue siendo el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra- con la atemorizada lección del hombre al que mató el destino cuando el destino, según todas las apariencias, lo había puesto en la linde de la vida y de la libertad.
Procuremos no caer en el fatalismo árabe, en el pensamiento de que el hombre es un villano que se mueve al aire incierto o decidido de su propio destino, una aguja magnética que gira, torpe o concreta, en pos de ese norte que ignoramos dónde está.
Pero tampoco echemos en el saco del olvido, en el vertedero de los pensamientos inútiles, la idea de que el destino, como un padre exigente y desconocido, rige nuestras acciones, gobierna nuestros pasos, vela por que lleguemos a ese fin que sólo él -y tan sólo él- ha previsto.
Porque el rayo, como la liebre, salta donde menos se piensa."
Recogido en Cajón de sastre; Esplugues de Llobregat, Plaza & Janés; 1989
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