Mujer en un trigal

Eliseu Visconti - Mujer en un trigal

CUANDO EL JEFE ES LA MUJER 


Una entrevista con Nikola Tesla, por John B. Kennedy. Colliers, 30 de enero de 1926. 


La vida de la abeja será la vida de nuestra raza, dice Nikola Tesla, científico de fama mundial. Está al llegar un nuevo orden sexual en el que la mujer será superior. Nos comunicaremos de manera instantánea mediante un dispositivo en el bolsillo del chaleco. 

Los aviones surcarán los cielos, sin tripulación, pilotados y dirigidos por radio. Se transmitirán sin cables cantidades ingentes de energía a grandes distancias. Los terremotos serán cada vez más frecuentes. Las zonas templadas se tornarán glaciales o tórridas. Y algunos de estos acontecimientos impresionantes, dice Tesla, no están muy lejanos. A sus sesenta y ocho años, Nikola Tesla se sienta calmadamente en su estudio, haciendo un repaso al mundo que él ha ayudado a cambiar, pronosticando otros cambios que habrán de ocurrir en el progreso de la raza humana. Es un hombre alto, delgado, abstemio; viste ropas sobrias y contempla la vida con ojos fijos y hundidos. En medio del lujo vive con austeridad y selecciona su dieta con una precisión casi extrema. Se abstiene de todas las bebidas excepto de agua y leche y, desde la edad adulta, no se ha dado nunca el gusto del tabaco. Es ingeniero, inventor y, por encima de todo y de forma connatural, es filósofo. Y a pesar de su obsesión por la aplicación práctica de lo que una mente dotada puede aprender en los libros, nunca ha apartado la vista del drama de la vida. Este mundo, que ha quedado atónito muchas veces durante el palpitante último siglo, se frotará los ojos y se quedará sin aliento ante prodigios aún mayores que los que han visto unas pocas generaciones anteriores; y de ahora en cincuenta años, el mundo será mucho más diferente del de hoy que el nuestro respecto al de hace cincuenta años. Nikola Tesla llegó a Estados Unidos recién estrenada su condición de adulto y su genio inventor encontró un rápido reconocimiento. 

Cuando alcanzó la fortuna gracias a sus revolucionarias máquinas de transmisión de energía, estableció plantas, primero en Nueva York, luego en Colorado, más tarde en Long Island, donde sus innumerables experimentos dieron lugar a todo tipo de progresos, relevantes o secundarios, de la ciencia eléctrica. Lord Kelvin dijo de él (antes de que hubiera cumplido cuarenta años) que había hecho más contribuciones al estudio de la electricidad que ningún otro hombre. —Desde la implantación del sistema inalámbrico —dice— he visto que la aplicación de esta nueva forma de electricidad sería de más beneficio para la raza humana que ningún otro descubrimiento científico, porque prácticamente elimina la distancia. 

La mayoría de los males que ahora padece la humanidad se deben a la inmensa extensión del globo terráqueo y a la incapacidad de los individuos y de las naciones para establecer un contacto más próximo. »La tecnología inalámbrica proporcionará un contacto más próximo mediante la transmisión de información, el traslado de nuestros cuerpos y de materiales y el transporte de energía. »


Cuando la técnica inalámbrica se aplique a la perfección, toda la tierra se convertirá en un enorme cerebro —en realidad, lo es—; y todas las cosas serán partículas de un todo genuino y rítmico. Podremos comunicarnos los unos con los otros de manera instantánea, independientemente de la distancia. No sólo esto, sino que a través de la televisión y la telefonía podremos vernos y oírnos tan perfectamente como si estuviéramos cara a cara, a pesar de que las distancias que medien sean de miles de kilómetros. Los instrumentos mediante los cuales seremos capaces de hacer esto resultarán pasmosamente simples en comparación con nuestro teléfono actual. Se podrán llevar en el bolsillo del chaleco. «Podremos asistir a eventos —la investidura de un presidente, los partidos del campeonato mundial de algún deporte, los estragos de un terremoto o el horror de una batalla— y oírlos exactamente como si estuviéramos presentes. »Cuando la transmisión inalámbrica de energía se comercialice, el transporte y la transmisión se verán revolucionados. A corta distancia, ya se han transmitido sin cables algunas películas de animación. Más adelante, la distancia será ilimitada, y con “más adelante” me refiero sólo a unos años. Las imágenes se transmiten por cable; fue posible telegrafiarlas satisfactoriamente con el sistema de puntos y rayas hace treinta años. Cuando la transmisión inalámbrica de energía se generalice, estos métodos parecerán tan rudimentarios como la locomotora de vapor comparada con el tren eléctrico. 



Las mujeres, libres y regias 


Todas las vías férreas se electrificarán y, si hay suficientes museos para conservarlas, a ojos de nuestra posterioridad inmediata las locomotoras de vapor serán antigüedades grotescas. »Quizá la aplicación más valiosa de la energía inalámbrica vaya a ser la propulsión de máquinas voladoras, que no utilizarán combustible y que estarán exentas de las limitaciones de los aviones y dirigibles actuales. Iremos de Nueva York a Europa en pocas horas. En gran medida, las fronteras internacionales quedarán abolidas y se habrá dado un gran paso hacia la unificación y la existencia armoniosa de las diversas razas que habitan el globo. La tecnología inalámbrica no sólo hará posible suministrar energía a una región, por inaccesible que sea, sino que será eficaz desde un punto de vista político, pues armonizará los intereses internacionales; creará entendimiento en vez de diferencias. »Los sistemas modernos de transmisión de energía se habrán quedado anticuados. La base de nuestro funcionamiento lo constituirán estaciones de retransmisión compactas, cuyo tamaño será la mitad o un cuarto del tamaño de nuestras centrales de energía modernas: en el aire y bajo el mar, puesto que, en la transmisión de energía inalámbrica, el agua supondrá pocas pérdidas. 


El señor Tesla prevé grandes cambios en nuestra vida diaria. —Se abandonarán los actuales aparatos receptores de radio —dice— a favor de máquinas mucho más simples; se eliminarán las interferencias de todo tipo, así que se podrán manejar innumerables transmisores y receptores sin interferencias. Es más que probable que el periódico diario de un hogar se imprima «de manera inalámbrica» en casa durante la noche. Se podrá prescindir de la mano de obra en los problemas de gestión doméstica —los problemas de calefacción, de luz y de mecánica del hogar— gracias a la benéfica energía inalámbrica. »


Preveo que el desarrollo de la máquina voladora sea mucho mayor que el del automóvil y tengo la expectativa de que el señor Ford haga importantes contribuciones a este progreso. El problema de aparcar automóviles y de proveer carreteras separadas para el tráfico comercial y turístico quedará resuelto. En nuestras grandes ciudades, se erigirán cinturones de torres de aparcamiento, y se multiplicará el número de carreteras debido a la acuciante necesidad; o bien, finalmente, éstas se tornarán innecesarias cuando la civilización cambie las ruedas por alas. »Se explotarán con propósitos industriales los almacenes internos de calor terrestre, de los que son índice las frecuentes erupciones volcánicas. 

En un artículo que escribí hace veinte años, definí un proceso para la conversión continua de parte del calor que la atmósfera recibe del sol para usos humanos. Los expertos han llegado a la conclusión de que estoy intentando poner en práctica la idea del movimiento perpetuo. Pero yo he elaborado mi proceso meticulosamente. 

Y es racional. El señor Tesla considera que uno de los mayores portentos del futuro será la emergencia de la mujer. —A cualquier observador experimentado le resultará claro —dice—, incluso a quien carezca de formación sociológica que, a lo largo de los siglos, se ha adueñado del mundo una nueva actitud hacia la discriminación sexual, que ha recibido un estímulo repentino justo antes y después de la Gran Guerra. »Esta lucha de la mujer por la igualdad sexual desembocará en un nuevo orden sexual, en el que ella será superior. La mujer moderna, que ya anticipa el avance de su sexo en algunos fenómenos puramente superficiales, no es sino un síntoma somero de que algo más profundo y más potente está fermentando en el seno de la raza. »Las mujeres no reivindicarán primero su igualdad y después su superioridad a través de la mera imitación física de los hombres, sino mediante el despertar de su propio intelecto. »

A lo largo de incontables generaciones —desde el mismo comienzo—, la sumisión social de la mujer ha dado como resultado natural una atrofia parcial o, al menos, la suspensión hereditaria de las cualidades mentales con las que ahora sabemos que el sexo femenino está dotado en proporción no menor que el masculino. La reina es el centro de la vida —Pero la mente femenina ha demostrado tener capacidad para todos los saberes y logros de los hombres y, a medida que transcurren las generaciones, esa capacidad se verá expandida; la mujer media será tan culta como el hombre medio; y luego, más culta aún, pues las facultades aletargadas de su cerebro se verán estimuladas hacia una actividad que, debido a los siglos de reposo, se volverá más intensa y poderosa. Las mujeres harán caso omiso de los precedentes y sobrecogerán a la civilización con sus progresos. 

«El que las mujeres accedan a nuevos campos de desempeño y usurpen gradualmente la posición de superioridad hará que la sensibilidad femenina se difumine y, finalmente, termine por disiparse; asfixiará el instinto maternal, así que el matrimonio y la maternidad pasarán a ser repugnantes y la civilización humana se acercará cada vez más a la perfecta civilización de las abejas». 


La relevancia de todo esto descansa en el principio que domina la economía de las abejas —el sistema no racional organizado y coordinado con más inteligencia entre todas las formas de vida animal—: una supremacía preponderante del instinto de inmortalidad que convierte a la maternidad en algo divino. El centro de la vida de las abejas es la reina. Es la que domina la colmena, pero no por derecho hereditario —puesto que cualquier huevo puede abrirse y convertirse en la abeja reina—, sino porque ella es el útero de esta raza de insectos. 

Con la boca abierta 

Existen esos ejércitos inmensos y asexuales de obreros cuyos únicos fin y felicidad en la vida son el trabajo duro. Es la perfección del comunismo, de la vida cooperativa y socializada donde todas las cosas, incluidos los jóvenes, son propiedad y preocupación de todos. Luego están las abejas vírgenes, las abejas princesa, las hembras que se seleccionan de los huevos de la reina cuando éstos se abren y que se preservan por si una reina estéril trae la decepción a la colmena. Y están las abejas macho, pocas en número, impuras en sus costumbres, toleradas sólo porque son necesarias  aparearse con la reina. Cuando llega el momento de que la reina haga su vuelo nupcial, las abejas macho son instruidas y distribuidas en regimientos. La reina deja atrás a los zánganos que guardan la puerta de la colmena y las abejas macho la siguen en una formación susurrante. La habitante más fuerte de la colmena —más poderosa que ninguno de sus súbditos—, la reina, se lanza al aire, volando hacia arriba en espiral una y otra vez; las abejas macho la siguen. Algunos de sus perseguidores desfallecen y caen, se retiran de la caza nupcial, pero la reina bate alas más y más alto hasta que alcanza un punto en el lejano éter en el que sólo una de las abejas macho subsiste. Por la inflexible ley de la selección natural, es la más fuerte y se aparea con la reina. En el momento de la unión, su cuerpo se escinde y perece. La reina regresa a la colmena, fecundada, transportando decenas de miles de huevos —una futura ciudad de abejas— y entonces comienza el ciclo de la reproducción; la prolífica vida de la colmena se concentra en un trabajo incesante para dar nacimiento a una nueva generación. 

La imaginación flaquea ante la posibilidad de una analogía humana con esta civilización de las abejas, misteriosa y de una entrega soberbia; pero si tenemos en cuenta en qué medida el instinto humano de perpetuación de la raza domina la vida en todas sus manifestaciones normales, exageradas y perversas, hay justicia poética en la posibilidad de que este instinto —con el continuo avance intelectual de las mujeres— acabe por expresarse según el comportamiento de las abejas. 

Llevará siglos, eso sí, romper con los hábitos y costumbres de las gentes que bloquean el camino hacia una civilización organizada de forma tan sencilla y científica. En Estados Unidos hemos asistido a un comienzo de esto. En Wisconsin, es un requisito legal esterilizar a los criminales empedernidos y hacer un examen prematrimonial de los individuos del sexo masculino; al tiempo que la doctrina de la eugenesia se predica con audacia, mientras que hace sólo unas pocas décadas la ley establecía que su defensa era una infracción. Desde el comienzo de los tiempos, los ancianos han tenido sueños y los jóvenes han tenido visiones. Nosotros, los hombres de hoy, sólo podemos quedarnos con la boca abierta cuando un científico da su opinión.

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