©Margarita García Alonso, 2013



DEL CANCIONERO DE PETRARCA

I

Vosotros que escucháis en sueltas rimas
el quejumbroso son que me nutría
en aquel juvenil error primero
cuando en parte era otro del que soy,
del vario estilo en que razono y lloro
entre esperanzas vanas y dolores,
en quien sepa de amor por experiencia,
además de perdón, piedad espero.
Pero ahora bien sé que tiempo anduve
en boca de la gente, y a menudo
entre mí de mí mismo me avergüenzo;
de mi delirio la vergüenza es fruto,
y el que yo me arrepienta y claro vea
que cuanto agrada al mundo es breve sueño.
XLV
El que es mi adversario, en el que veis
vuestros ojos que Amor y el cielo honran,
con belleza no suya os enamora
más que en forma mortal, dulce y alegre.
Por su aviso, señora, me expulsasteis
de mi albergue, oh exilio miserable,
por más que de habitar no fuese digno
donde vos os halláis únicamente.
Pero si allí con clavos fui fijado,
no debiera el espejo por dañarme
volveros, complaciéndoos, soberbia.
Que en verdad. si a Narciso recordáis,
al mismo fin conducen tales modos,
aunque tal flor la hierba no merezca.
XCVI
Estoy ya tanto de esperar vencido,
y de la larga guerra de suspiros,
que la esperanza odio y los deseos,
y todo lazo que a mi pecho aprieta.
Mas el rostro que llevo dibujado
en el pecho, y encuentro adonde mire,
me fuerza; y al martirio así primero
empujado me siento aunque no quiera.
Errado fui cuando el camino antiguo
de libertad me fue desposeído,
que mal se sigue lo que al ojo agrada;
corrió a su mal entonces libre y suelta,
y ha de buscar ahora arbitrio ajeno
el alma que una vez sólo pecara.
CVII
No veo ya donde salvarme pueda,
tanta es la guerra de sus bellos ojos,
que temo, ay, que la excesiva pena
destruya el corazón que no descansa.
Quisiera huir, pero de amor los rayos
que en mi mente se encuentran día y noche
brillan tanto, que ya tras quince años
me ciegan mucho más que el primer día;
y su imagen está tan esparcida,
que no puedo mirar donde no vea
o aquella o semejante luz ardiente.
Con un solo laurel verdea tal selva
que con arte admirable mi enemigo
dondequiera me lleva entre sus ramas.
CLXX
Muchas veces del bello rostro humano
tomé yo aliento con la escolta mía
para asaltar con púdicas palabras
y con humilde gesto a mi enemiga.
Después mi pensamiento hicieron vano
sus ojos, pues mi suerte, mi fortuna,
mi bien, mi mal, mi vida y muerte puso
en su mano quien sólo pudo hacerlo.
Y no puede formar nunca palabra
que por otro que yo fuese entendida,
así me he vuelto Amor miedoso y débil.
Y ahora veo que un intenso afecto
roba las fuerzas y la lengua enreda:
que quien cuenta su fuego apenas arde.
CCXXIX
Canté, ahora lloro, y no menor dulzura
del llanto tomo que tomé del canto;
que a la razón, y no al afecto, tienden
mis sentidos ansiosos de altas cosas.
Por eso mansedumbre y aspereza
y hechos fieros, y humildes y corteses,
igual soporto, y no me abruman pesos,
ni me rompen las armas los desdenes.
Tengan, pues, hacia mí el usado estilo
el mundo, Amor, mi suerte y mi señora,
que ser feliz es siempre lo que pienso.
Que ya viva o ya muera, no se encuentra
en la tierra un estado semejante,
tan dulce es la raíz de mi amargura.
CCLIX
La vida solitaria busqué siempre
(lo saben las orillas y los bosques)
para huir de la gente torpe y necia,
que el camino del cielo ha equivocado;
y si en esto mi anhelo se cumpliera,
del dulce aire de Toscana lejos
aún me tendría en sus colinas Sorga,
que a llorar y a cantar tanto me ayuda.
Mas mi suerte, que siempre me es adversa,
me vuelve hacia el lugar donde me irrito
al ver a mi tesoro por el fango.
De la mano que escribe se hizo amiga
por esta vez, quizá porque fui digno:
Amor lo vio, y nosotros lo sabemos.

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