Profetas de la desgracia
Profetas de la desgracia
En uno de sus libros, Michel Houellebecq dedica unas líneas a argumentar por qué la literatura no sirve para nada. Según él, si sirviera para algo, la izquierda nunca habría podido apropiarse del debate intelectual como lo hizo durante todo el siglo XX. Para refrendar su tesis, trae a colación una novela de Dostoievski, Los demonios, publicada en 1872. En su trama quedan expuestas las ideas que iban a servir de fermento tanto a la revolución bolchevique como al cúmulo de crímenes innumerables que se perpetrarían en su estela. De acuerdo a la tesis de Houellebecq, si de la lectura de Dostoieveski se hubiera derivado algún provecho intelectual, es probable que ninguna de las corrientes de pensamiento que infectaron el siglo XX bajo la excusa de imponer mediante el terror un ideal de igualdad y justicia universales hubiese pasado de un estadio meramente teórico. Y sin embargo…
La tesis de Houellebecq incide en una de las patologías más graves que puede afectar a una civilización: la de la ceguera voluntaria. Parece como si cada vez que se ha elevado alguna voz para advertir de la podredumbre que podría incubarse bajo la apariencia de un acontecimiento radicalmente novedoso, la sociedad se pusiera de acuerdo en ignorarla. Basta leer a Burke, sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia, aparecidas tan sólo un año después del gran estallido antimonárquico que inaugura la política moderna, para valorar el carácter visionario de este tipo de temperamentos. Desde el origen del fenómeno, Burke detecta el componente desestabilizador que para las sociedades regidas por una experiencia acumulada a lo largo de los siglos supone la Revolución. Sin embargo, en el curso de las siguientes décadas Europa comprobará hasta qué punto la chispa revolucionaria ha prendido irremediablemente en su seno.
Algunos años más tarde será un ciudadano francés, Alexis de Tocqueville, el que tras un viaje por los Estados Unidos de América entregue a la imprenta una de esas obras imprescindibles para diagnosticar el signo de los tiempos. En los dos volúmenes de La democracia en América (publicados en 1835 y 1840, respectivamente) quedan formulados los peligros que se ciernen sobre el nuevo modelo de sociedad democrática que, por lo demás, el autor sabe destinado a extenderse por Europa. Tales peligros, sintetizados en el riesgo de que la democracia degenere en una tiranía de la opinión mayoritaria, en que la persecución obsesiva del bienestar material socave el interés por la defensa de las libertades cívicas y en que la pasión por el igualitarismo favorezca que el gobierno caiga en manos de una irresponsable patulea de ineptos, cuentan en la crónica reciente de nuestro entorno más cercano con ilustrativos ejemplos que avalan el acierto de las dotes premonitorias del gran pensador francés.
Más allá de los ejemplos reseñados, los testimonios anticipatorios de Melville, Conrad, Kafka, Orwell o Huxley, entre otros, confirmarían la sombría tesis de Houellebecq: la literatura, en efecto, parece no servir para nada. Por más que en los términos simbólicos de la ficción novelesca, y con la anticipación necesaria para ensayar un cambio de rumbo, se nos anuncie un escenario de degeneración o catástrofe, hay una inclinación irresistible a desoír cualquier augurio que alerte de la densidad de las nubes que emborronan el horizonte.
Encontrar una explicación a esta propensión a ignorar los signos que preludian la caída en el abismo nos llevaría al manejo de, al menos, tres hipótesis. La primera de ellas tiene que ver con el escepticismo que se ha extendido entre las sociedades más desarrolladas desde que el poder se ha abonado a la rentable tarea de utilizar la palanca del miedo en su propio beneficio. Hay una parte de la población que, de manera comprensible, reacciona enrocándose en la suspicacia ante los abusos de cierta retórica apocalíptica por parte de unos gobiernos que, al margen de incrementar los mecanismos de control a través de reglamentaciones cada vez más invasivas y onerosas, demuestran muy escasa eficacia a la hora de conjurar los peligros de los que aseguran querer protegernos. Utilizar señuelos tales como el cambio climático o la dictadura heteropatriarcal a modo de cortina de humo con la que evitar que la población llegue a percatarse de la gravedad de los males que de manera más directa e inmediata le afectan parece una tentación demasiado obvia como para no incurrir en ella.
La segunda hipótesis toma en consideración un factor sociológico, como es la inmadurez que caracteriza a las sociedades opulentas. La disponibilidad de recursos asistenciales, el incremento del tiempo de ocio, el papel terapéutico del Estado, la merma del sentido de la responsabilidad intergeneracional que impregnaba las sociedades tradicionales y, en definitiva, la mentalidad hedonista que florece en los colectivos habituados a proveerse de una identidad a través de la práctica del consumo masivo de bienes superfluos habría generado en amplias capas sociales de Occidente un interés exclusivo por vivir en el presente más inmediato. Supone, todo ello, la cristalización de una actitud vital a la que los estudiosos no han tardado en otorgar un gráfico apelativo: presentismo.
Por último, cabe una tercera opción. Resulta incluso más preocupante que las anteriores, pues contempla la posibilidad de que esta renuncia a mirar más allá de nuestros límites cercanos se trate de una constante cultural, de una inclinación fatalmente incrustada en la médula de nuestra civilización y que, en consecuencia, tiende a manifestarse de manera fatal y recurrente. En pocos fragmentos he visto plasmada esta hipótesis de manera tan certera y penetrante como en el siguiente pasaje del genial Giambattista Vico, quien a mediados del siglo XVIII escribía: «Los pueblos libres buscan sacudirse el yugo de sus leyes y quedan sometidos a monarcas. Los monarcas buscan fortalecer su posición envileciendo a sus súbditos con todos los vicios de la disolución, y los disponen para soportar la esclavitud a manos de naciones más fuertes. Las naciones buscan disolverse, y lo que queda de ellas huye a los montes en busca de refugio, donde, como el ave fénix, resurgen otra vez. Lo que hizo todo esto fue la razón, porque los hombres lo hicieron con la inteligencia; no fue el destino, porque lo hicieron por elección; ni el azar, porque las consecuencias de que actúen siempre así son perpetuamente las mismas»
En la medida en que las palabras de Vico pretendan ejemplificar una tendencia sostenida a lo largo de los siglos, cabría preguntarse si en el código genético de nuestra cultura occidental no se hallará inscrita la predisposición a una conducta autodestructiva. Dos guerras mundiales habrían marcado un precedente lo bastante clarificador como no albergar demasiadas dudas a ese respecto, pero los indicios actuales tampoco resultan en exceso alentadores. Miramos a nuestro alrededor ¿y qué vemos?: un momento de decadencia, un escenario de creciente precariedad vital, la incontenible propagación de un sentir oscuro. ¿Y acaso todo esto no nos fue anticipado por quienes estaban en posesión de la facultad de hacerlo? Sin duda. Pero ya afirma Houellebecq que, en lugar de escuchar a los auténticos profetas de la desgracia, preferimos siempre sucumbir a los burdos espejismos del poder, rendirnos a la propaganda con que de manera obscena nos atiborra su nutrida corte de servidores. De ese modo, los síntomas de la enfermedad que mina el cuerpo social pasan a ser interpretados como indicios de una salud de hierro. El paciente se muere, pero en ningún momento llega a ser consciente de su paulatino apagamiento, de su inexorable y premioso languidecer. Por lo demás, una reacción hasta cierto punto lógica en quienes han decidido entregar el cuidado de su salud a la misma especie de sujetos que se dedican a envenenar su organismo.
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