Poemas de Manuel Sosa en la Revista Conexos.

Poemas de Manuel Sosa

   MANUEL SOSA

     VIÁTICOS

Nunca nos dejan a solas.
Lo sabemos por esa mano oportuna
que nos retiene un instante
antes de pisar el vacío.
Lo sabemos por esa certeza inconsciente
de que las imágenes no bastan,
y que toda verdad, siendo prístina,
no es para decir en alta voz,
sino para atesorar.

Nunca nos dejan a solas.
Un rostro caprichoso nos acecha
desde las viejas fotografías.
El impulso de confesarnos antes del viaje
nos hace examinar cada intersticio.
La eventualidad, las convergencias,
las señales que pervierten al signo
nos hacen romper la página
y sumergirnos en el temor
de haber juzgado
a quien era juez y redención.

Esa breve felicidad
que puede ser el entrelazamiento de los verbos,
el misterio de sobreponerse a lo transitorio:
fragmentos como escalas
que los propios arqueros dispensan
para escapar con la primera luz.
Todo es presencia, todo es comitiva
que astutamente nos imanta.

Nunca nos dejan a solas.
En el candil arden las voces
y los tañidos resuenan desde el barco fondeado.

Nunca estamos solos
y somos salvos en ese desconocer
y en las obras que pulimos silentes,
sin esperar retribución,
creyéndonos solos.
    
 EL INCONVERSO 

Dejadme recoger los residuos que del convite arrojan
para envilecer en la opacidad de los ministerios,
y como alma descuidada regar la sementera pútrida
sobre cada libro, sobre cada éxtasis.

Buscar así la otra persistencia, una energía
paralela al amor, pero más mitigante:
crispación del folio en la pira,
golpe fuerte contra el fuerte pórtico,
cuerda tensa y prematura.

Cuando alcancen a elogiar mi poca voz
habrán dado con el aliciente que les cegará.
Mi poca voz se adentra en la yema del rencor
y maldice más los coros, las cortes.
Mi túnico embriagan los tañidos desde el barco,
el badajo que halan sobre el reo abatido
y desangrado ante el bauprés.

Dejadme rehusar este reclinatorio
y tiritar contra los peldaños, despierto en las plazas
donde se refocilan las estatuas con sus profanadores.
Destilar así esta altivez, bruma sobre los balidos
y los cencerros del amanecer.

Yo me reclino a ver pasar los desfiles
y escribo estrofas que me perderían para la causa.
Lo predicaban los que crecían en donaire:
es amor lo que espera junto a la cancela abierta
si insistes y te proclamas ungido.
Pero yo cierro los ojos y aprieto los labios
para no vaticinar tanto provecho estéril.

Dolor o frialdad no vibran en mis refutaciones.
Lo que me ensancha como un pendón al viento
es la ojeriza, la alegría de la elección contraria.
Dejadme aborrecer sin contornos que me recluyan
y sea la indiferencia mi laurel,
mi purificación.
 
   SUSPENSIÓN DE LA INCREDULIDAD, SIN EL POEMA

Falta el milagro de reconocer las pocas ofrendas
que dispersaron ante los altares vacíos, y animarlas 
en otra ofrenda posterior, sin palabras, más allá del asedio:
la sumisión innata de quien versificaba, apartado  
y tejiendo su propia fábula, buscando similitudes entre abismos
y enigmas, hombres guiados por mano insegura
que podía borrarles o tejerles el mismo tapiz;
el ingenio de quien seguía limando la fuerza del tribuno
sin corregir la agudeza de sus dardos;
la delicadeza del enunciador, sus devociones
repartidas como lenguas sedientas; la exactitud  
del dibujante que ansiaba retratar el basilisco, sin salir
del sueño ni apartarse de su radio insólito;
la exasperación del invitado tratando de zafarse
del último estertor, una historia de barcos y círculos
que se repetían en cada horizonte, y la música
vibrando en las ventanas impacientes; la embriaguez
del padre poseído, clamando por su hija muerta
que ya no le dejaba retocar el retrato, su sombra
latiendo a la luz de la lámpara, el país a oscuras;
el desaliento del celador que adivinara el camino donde
nadie habría de renacer: la torre nocturna, asustándole
y robando sentido al oficio más despreciable, el suyo;
la perplejidad del artífice, mudándose a un estado
más tentador, donde sus provocaciones agitasen
el agua sucia (la escritura, la liturgia) y le diesen
razón de acumular obras y rédito; la vanidad del guía,
que ausculta con su vara la miseria de servirse
de los caminos y buscar amparo en las ciudades,
confirmando así su naturaleza solícita, sirviendo
al viajero que es lector y mendigo a la vez; el azoro
de los copistas, que no se resisten al martirio
de su propia especie y fatigan los manuales herméticos;
las obsesiones del ciego; el apetito del enfermo;
la altivez de quienes cierran los portones y condenan
las ventanas; la ingenuidad de admitir que se fabula
para armar alianzas… Nunca el freno, nunca el coraje
de detener el reloj con un gesto inesperado; nunca
la renuncia ante los altares y la quema de los bocetos
para defraudar a Dios; nunca el impulso contrario
ni la vejación de la realidad simulando un estado de estupor,
fingiendo degustar el treno, socavando su armazón
antes de que nazca e invada las galerías impacientes;
nunca la verdadera cesación del fluir y la conjuración
del milagro que pudiera ser el poema,  
sin rebajarse a escribirlo.

        
ARTE OBEDIENTE
Enumerando derrotas: así también confirmamos que alguna espontaneidad sobrevive fuera de las murallas, donde todo es rastro de tiza y de sangre, y alaridos. Un evasor más, como nosotros, entra y sale abrazando pliegos olorosos, su tinta tan fresca que mancha la piel; pasa sin reconocernos y se pierde en la planicie, sin mirar atrás. Ha dejado esa fragancia, señal de que sabe desmarcarse y aquietarse a la vez. Un evasor más, a quien dejan regresar porque sabe guardar silencio y recoger la ceniza. Leemos sus derrotas en un registro que permanece intacto, el novicio que sigue escribiendo como novicio, el tiempo detenido en el mismo libro que insiste en ofrecer. Yo intuyo otra derrota más, dejada afuera por desconocimiento: haber callado obstinadamente para no contaminar su arte hecho de palabras ambiguas, y no saber qué hacer con tanta mudez y tanto ingenio cifrados por la obediencia.
CRUZ DE TIEMPO Es aquí donde se cruzan conjetura y realidad: ayer, un discípulo adivinando el futuro, esclavo de la obsesión por lo que vendría y que ahora se le ofrece sin resistencia; hoy, el dueño que reniega de sus posesiones y se refugia en lo irrecuperable, en lo que tuvo ayer, sin saberlo.

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