el sol

François Gall🎨Peintre français (1912-1987).


Desde la infancia algo me afligía de un modo singular: veía imágenes de objetos y escenas con un despliegue de luz y con una intensidad mucho mayores que las que hubiera observado antes. Siempre se trataba de imágenes de objetos y escenas que yo había visto en realidad, nunca de nada que hubiera imaginado. Les he preguntado a estudiantes de psicología, fisiología y a otros expertos sobre ello, pero ninguno ha sido capaz de explicarme el fenómeno, que parece ser único, aunque yo, probablemente, estaba predispuesto a él, pues mi hermano también veía imágenes del mismo modo. Mi teoría es que eran meros actos reflejos del cerebro en la retina, sobreestimulado por la hiperexcitación de los nervios. 

Puede que crean que tenía alucinaciones; pero eso es imposible, pues éstas sólo se producen en cerebros enfermos o angustiados, mientras que mi cabeza siempre estaba clara como el agua y no tenía miedo. ¿Quieren que les cuente mis recuerdos al respecto? (Se gira hacia los caballeros en la tribuna). Esto, en mí, es típico: yo era demasiado joven como para recordar lo que decía. Recuerdo que tenía dos tías, de arrugadas caras, una de las cuales tenía dos dientes saltones que siempre me clavaba en la mejilla cuando me besaba. Un día, me preguntaron cuál de las dos era más guapa. Después de observarlas, contesté: «Esta no es tan fea como la otra». Eso fue una muestra de buen juicio. 

Bien, como les decía, yo no tenía miedo. Me preguntaban por ejemplo: «¿Tienes miedo a los ladrones?», y yo respondía que no. «¿A los lobos?». Tampoco. Entonces, me preguntaban: «¿Tienes miedo al loco de Luka?» (un muchacho que solía ir arrasando por el pueblo sin que nadie lo detuviera). «No, no le tengo miedo a Luka». «¿Le tienes miedo al ganso?». «Sí», respondía, agarrándome a mi madre. Esto se debe a que una vez me dejaron en el patio, desnudo, y aquella bestia se abalanzó sobre mí y me agarró por la parte blanda del estómago, rasgándome un trozo de carne. Todavía tengo la marca. Estas imágenes que yo veía me causaban una incomodidad considerable. Se lo ilustraré: supongamos que yo había asistido a un funeral. En mi país, los ritos no son sino una tortura recrudecida. Asfixian el cuerpo del difunto a besos, luego lo bañan, lo exponen durante tres días y, finalmente, se oye el ruido sordo y suave de la tierra, cuando ya todo ha terminado. Algunas imágenes, como la del ataúd por ejemplo, no aparecían nítidamente, pero a veces eran tan persistentes que cuando estiraba la mano la veía penetrar en la imagen. 

Tal y como lo veo ahora, estas imágenes eran simples actos reflejos a través del nervio óptico en la retina, que producían en ésta un efecto idéntico al de una proyección a través de una lente y, si mi vista no me engaña, entonces será posible (y, en verdad, mi experiencia así lo ha demostrado) proyectar la imagen de cualquier objeto que uno conciba en su pensamiento en una pantalla y hacerla visible. Si esto se pudiera hacer, revolucionaría todas las relaciones humanas.
Estoy convencido de que se puede conseguir y se conseguirá. Para liberarme de estas tormentosas apariciones, trataba de fijar mi mente en alguna otra imagen que hubiera visto y de esta manera proporcionarme algo de alivio, pero para conseguirlo tenía que dejar que las imágenes entraran una tras otra muy velozmente. Entonces me di cuenta de que enseguida había agotado todo lo que tenía a disposición: mi «carrete» se había terminado, por así decir. No había visto mucho mundo, sólo lo que rodeaba mi propia casa, y en alguna ocasión me habían llevado a casa de los vecinos, eso es todo lo que sabía. Así que cuando hice esto por segunda o tercera vez, para ahuyentar la imagen de mi vista, me di cuenta de que este remedio había perdido toda su fuerza: entonces, comencé a hacer excursiones más allá de los límites del poco mundo que conocía, y empecé a ver nuevas escenas. Primero, eran borrosas y poco definidas, y se desvanecían al vuelo cuando intentaba concentrar en ellas mi atención, pero poco a poco conseguí fijarlas, ganaron fuerza y nitidez y, finalmente, adoptaron la intensidad de las cosas reales. Enseguida observé que me encontraba mejor si, simplemente, me concentraba en mi visión y adquiría constantemente nuevas impresiones, así que comencé a viajar; mentalmente, por supuesto. Ustedes saben que se han hecho grandes descubrimientos —uno de ellos el de América por parte de Colón—, pero cuando di con la idea de viajar, a mí me pareció que era el descubrimiento más grande de que el hombre era capaz. Todas las noches (y en ocasiones durante el día), en cuanto me quedaba solo, comenzaba con mis viajes. Veía nuevos lugares, ciudades y países. Vivía allí, conocía a la gente, forjaba nuevas amistades y relaciones, y para mí eran tan queridas como las de la vida real y no les faltaba ni un ápice de intensidad. A esto es a lo que me dediqué casi hasta que me convertí en adulto. 

Cuando dirigí mis pensamientos a inventar, me di cuenta de que podía visualizar mis concepciones con la mayor de las facilidades. No necesitaba modelos, ni dibujos, ni experimentos: todo eso lo podía hacer en mi mente, y así lo hacía. De esta manera he desarrollado, inconscientemente, lo que yo considero un nuevo método de materializar ideas y conceptos ingeniosos, que es exactamente opuesto al puro método experimental del cual, sin duda alguna, Edison es el mejor y más exitoso exponente. 

En el momento en que construyes un dispositivo para poner en práctica una idea rudimentaria, de modo inevitable te verás enfrascado en los detalles y defectos del aparato. A medida que continúas mejorándolo y reconstruyendo, la intensidad de tu concentración disminuye y pierdes de vista el gran principio subyacente. Obtienes resultados, pero sacrificando la calidad. Mi método es diferente: yo no me precipito al trabajo de construcción. Cuando tengo una idea, comienzo, de inmediato, a construirla en mi mente. Cambio la estructura, hago mejoras, experimento, hago funcionar el dispositivo en mi mente. Para mí es exactamente lo mismo manejar mi turbina en el pensamiento o probarla de veras en mi taller. No hay diferencia alguna, los resultados son los mismos. De esta manera, ¿saben?, puedo desarrollar y terminar un invento rápidamente, sin tocar nada. Cuando ya he avanzado tanto que he incorporado al aparato cualquier mejora posible que yo pueda concebir, y ya no veo ningún defecto por ningún sitio, entonces es cuando construyo el producto final de mi cerebro. En cada ocasión, mi dispositivo funciona como yo había concebido y el experimento resulta tal y como lo había planeado. 

En veinte años no ha habido ni un solo experimento aislado que no haya resultado exactamente del modo en que yo pensaba que lo haría. ¿Por qué habría de hacerlo? La ingeniería, tanto la eléctrica como la mecánica, es concluyente en sus resultados. Casi cualquier asunto que se presente se puede tratar desde un punto de vista matemático y sus efectos se pueden calcular; pero si el asunto es de tal naturaleza que los resultados no se pueden obtener por simples métodos matemáticos o por atajos, ahí están toda la experiencia y toda la información a la que se puede recurrir, a partir de las cuales se puede construir. Así pues, ¿por qué deberíamos llevar a cabo la idea rudimentaria? No es necesario: es un despilfarro de energía, tiempo y dinero. Pues bien, así es justamente como produje el campo rotatorio.

TESLA

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