Bluehills Gathering Goldenrods


Charles Courtney Curran

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 Yo nací exactamente a medianoche, no tengo cumpleaños y nunca lo celebro. Pero algo más debió de ocurrir en esa fecha. He sabido que mi corazón latía en el lado derecho y que así lo hizo durante muchos años. Cuando crecí, latía en ambos lados y finalmente se asentó en el izquierdo. Recuerdo que, cuando me desarrollé hasta convertirme en un hombre muy fuerte, me sorprendí al encontrarme el corazón en el lado izquierdo. Nadie entiende cómo ocurrió.

Me caí dos o tres veces y en una ocasión se me aplastaron casi todos los huesos del pecho. Algo bastante inusitado debió de ocurrir durante mi nacimiento y mis padres me destinaron al clero en ese mismo instante. Cuando tenía seis años, me las apañé para quedar prisionero en una pequeña capilla de una montaña inaccesible, que era visitada sólo una vez al año. Era un lugar de muchos encuentros sangrientos y había un cementerio cerca. Me quedé encerrado allí mientras estaba buscando nidos de gorriones y pasé la noche más terrorífica de mi vida, en compañía de los fantasmas de los muertos.

Los niños americanos no lo entenderán, claro, porque en América no hay fantasmas: la gente es demasiado sensata. Pero mi país estaba lleno de ellos y todo el mundo, desde el niño más pequeño hasta el mayor de los héroes, cubierto de medallas por su valentía y coraje, tenía miedo a los fantasmas. Finalmente, como de  milagro, me rescataron y entonces, mis padres dijeron: «Ciertamente, debe ir al clero, debe convertirse en clérigo».

Después de esto, cualquier cosa que ocurriera, del tipo que fuese, no hacía sino reafirmarlos en su decisión. Un día, por contarles a ustedes una breve historia, me caí del tejado de uno de los edificios de la granja en una gran caldero de leche, que estaba hirviendo sobre la lumbre. ¿He dicho leche hirviendo? No estaba hirviendo, no a juzgar por el termómetro, pero yo habría jurado que sí lo estaba cuando me caí en ella y luego me sacaron. Pero sólo me hice una ampolla en la rodilla, en el lugar donde me golpeé con el caldero caliente. De nuevo, mis padres dijeron: «¿No ha sido prodigioso? ¿Se ha oído jamás semejante cosa? Seguro que será obispo, o arzobispo, puede que patriarca».

A mis dieciocho años, llegué a la encrucijada. Había superado la escuela primaria y tenía que decidirme entre abrazar el clero o huir. Yo sentía un profundo respeto por mis padres, así que me resigné a emprender los estudios eclesiásticos. Entonces ocurrió una cosa y, si no hubiera sido por esto, mi nombre no estaría conectado con la ocasión de esta velada. Se desató una tremenda epidemia de cólera, que diezmó a la población; por supuesto, yo la cogí enseguida. Más tarde, derivó en hidropesía, problemas pulmonares y todo tipo de dolencias hasta que, finalmente, encargaron mi ataúd.

 En uno de los periodos de desfallecimiento, cuando estaba a punto de morir, mi padre se llegó a mi lecho y me reconfortó: «Te vas a poner bien». «Quizá —le repliqué—, si me dejas estudiar ingeniería». «Por supuesto que lo haré —me aseguró—, irás a la mejor escuela politécnica de Europa». Para estupor de todo el mundo, me recuperé. Mi padre mantuvo su palabra y, después de un año vagando por las montañas y poniéndome en forma, fui a la escuela politécnica de Graz en Estiria, una de las instituciones más antiguas del mundo.

TESLA

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