Creaciones Margarita García Alonso, bic, color

Libro de la Vida. Capítulo III.

En que trata cómo fue parte la buena compañía para tornar a despertar sus deseos, y por qué manera comenzó el Señor a darla alguna luz del engaño que havía traído.

Pues comenzando a gustar de la buena y santa conversación de esta monja, holgávame de oírla cuán bien hablava de Dios, porque era muy discreta y santa. Esto, a mi parecer, en ningún tiempo dejé de holgarme de oírlo. Comenzóme a contar cómo ella había venido a ser monja por solo leer lo que dice el Evangelio: "Muchos son los llamados, y pocos los escogidos". Decíame el premio que daba el Señor a los que todo lo dejan por él.

Comenzóme esta buena compañía a desterrar las costumbres que había hecho la mala y a tornar a poner en mi pensamiento deseos de las cosas eternas y a quitar algo la gran enemistad que tenía con ser monja, que se me havía puesto grandísima. Y si vía alguna tener lágrimas cuando rezava, u otras virtudes, havíala mucha envidia; porque era tan recio mi corazón en este caso que, si leyera toda la Pasión, no llorara una lágrima. Esto me causava pena.

Estuve año y medio en este monesterio harto mijorada. Comencé a rezar muchas oraciones vocales y a procurar con todas me encomendasen a Dios, que me diese el estado en que le havía de servir; mas todavía deseava no fuese monja, que éste no fuese Dios servido de dármele, anque también temía el casarme.

A cabo de este, tiempo que estuve aquí, ya tenía más amistad de ser monja, anque no en aquella casa, por las cosas más virtuosas que después entendí tenían, que me parecían estremos demasiados. Y havía algunas de las más mozas que me ayudavan en esto, que si todas fueran de un parecer, mucho me aprovechara. También tenía yo una grande amiga en otro monesterio, y esto me era parte para no ser monja si lo huviese de ser, sino a donde ella estava. Mirava más el gusto de mi sensualidad y vanidad que lo bien que me estava a mi alma.

Estos buenos pensamientos de ser monja me venían algunas veces, y luego se quitavan, y no podía persuadirme a serlo.

En este tiempo, anque yo no andava descuidada de mi remedio, andava más ganoso el Señor de disponerme para el estado que me estava mijor. Diome una gran enfermedad, que huve de tornar en casa de mi padre.

En estando buena lleváronme en casa de mi hermana, que residía en una aldea, para verla, que era estremo el amor que me tenía y, a su querer, no saliera yo de con ella; y su marido también me amava mucho —al menos mostrávame todo regalo—, que an esto devo más al Señor, que en todas partes siempre le he tenido, y todo se lo servía como la que soy.

Estava en el camino un hermano de mi padre, muy avisado, y de grandes virtudes, viudo, a quien también andaba el Señor dispuniendo para Sí, que en su mayor edad dejó todo lo que tenía y fue fraile, y acabó de suerte que creo goza de Dios. Quiso me estuviese con él unos días. Su ejercicio era buenos libros de romance, y su hablar era —lo más ordinario— de Dios y de la vanidad del mundo. Hacíame le leyese, y anque no era amiga de ellos, mostrava que sí; porque en esto de dar contento a otros he tenido estremo, anque a mí me hiciese pesar; tanto, que en otras fuera virtud y en mí ha sido gran falta, porque iva muchas veces muy sin discreción.

¡Oh válame Dios, por qué términos me andava Su Majestad dispuniendo para el estado en que se quiso servir de mí, que, sin quererlo yo, me forzó a que me hiciese fuerza! Sea bendito por siempre, amén.

Anque fueron los días que estuve pocos, con la fuerza que hacían en mi corazón las palabras de Dios, ansí leídas, como oídas, y la buena compañía, vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que no era todo nada, y la vanidad del mundo, y como acabava en breve, y a temer, si me huviera muerto, cómo me iba a el infierno. Y anque no acabava mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era mijor y más seguro estado; y ansí poco a poco me determiné a forzarme para tomarle.

En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí mesma con esta razón: que los travajos y pena de ser monja no podía ser mayor que la del purgatorio, y que yo havía bien merecido el infierno; que no era mucho estar lo que viviese como en purgatorio, y que después me iría derecha a el cielo, que éste era mi deseo.

Y en este movimiento de tomar estado, más me parece me movía un temor servil que amor. Poníame el demonio, que no podría sufrir los travajos de la relisión, por ser tan regalada. A esto me defendía con los travajos que pasó Cristo, por que no era mucho yo pasase algunos por Él; que Él me ayudaría a llevarlos —devía pensar— que esto postrero no me acuerdo. Pasé hartas tentaciones estos días.

Havíanme dado, con unas calenturas, unos grandes desmayos; que siempre tenía bien poca salud. Diome la vida haver quedado ya amiga de buenos libros. Leía en las Epístolas de san Jerónimo, que me animavan de suerte que me determiné a decirlo a mi padre, que casi era como a tomar el hábito; porque era tan honrosa, que me parece, no tornara atrás por ninguna manera, haviéndolo dicho una vez. Era tanto lo que me quería, que en ninguna manera lo pude acabar con él, ni bastaron ruegos de personas, que procuré le hablasen. Lo que más se pudo acabar con él fue que después de sus días haría lo que quisiese. Yo ya me temía a mí y a mi flaqueza no tornase atrás, y ansí no me pareció me convenía esto, y procurelo por otra vía, como ahora diré.

Libro de la Vida. Capítulo II.
Santa Teresa

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