Visuales, by © Margarita García Alonso




EN DESAGRAVIO DE “UN RATÉ”

Tiene uno en la literatura sus aficiones y sus indiferencias. Y es bueno. Está permitido también tener un fanatismo, lo que equivale a decir un amor o un odio.
Amor exclusivo, total, caro como la propia sangre, no tenía yo ninguno hasta que leí cierta vez un libro eminente y feroz, luminoso, con todo lo que puede haber de luminoso, de feroz y de eminente en la testa animal de un querubín.
Ese libro tenía un título denunciador como la escara en el carrillo del criminal: Sudor de Sangre.
Abrí aquel libro como quien abre la jaula de un león y la bestia no apareció, pero en cambio surgió un alma. Un alma o más. Era el libro de un Elegido. Percibíase la garra soberbia, irritada, espantosa, pero limpia y brillante hasta el extremo de que sus cinco uñas parecían cinco estrellas engastadas en cinco sortijas de hierro. Aquello rugía, aullaba, era bramido, ladrido, estertor: todo lo que puede haber en el trueno de un órgano. Mayor prodigio de cóleras no había sacudido jamás mis nervios. Fuera de las páginas más terribles de los profetas, nada tan absolutamente formidable había sonado en la concha de mis orejas. Figuraos un viento que habla. ¿Qué era eso? El relato de un gran crimen: del asesinato de Francia. El tropel de la horda sentíase sobre el quebrantamiento de lejanos guijarros; los grandes bárbaros pasaban con sus patas dominadoras salpicadas del excremento de las tripas rotas, con sus sables, sus cascos, sus caballos, sus cerdas aglutinadas por el sudor, su fuerte carne exhalando tufos bravíos, sus gritos feroces, sus bocas babeantes, sus dientes predestinados de la Divina Cólera para el castigo memorable de un crimen, tan grande como pudiera serlo la podredumbre de todas las llagas, resumida en la pústula de una lengua. Y, lo que es verdaderamente inmenso: de aquel lodo salía uno mejor. De aquel pozo estercolario, de aquel sudadero de infamia, de aquella maravillosa florescencia de lepra, levantábase tal ambiente de justicia inaudita, que por ninguna parte se veía asomar la pata del cerdo. Era siempre el león, la fiera iracunda con su lengua más rosada que las rosas y su noble melena de rayos de sol.
El hombre que así hablaba no era, no podía ser jamás ni diácono ni pontífice de cenáculo. No lo era. Pero se le temía, lo cual es mejor que si se le amara. Conseguir un amigo es vulgar. Conseguir un enemigo es grande. Las abejas no podían con su aguijón impotente contra aquellos ijares aforrados en piel metálica, y por otra parte los almíbares no son del agrado de ciertas lenguas ásperas como los cardos. Tanto valdría un centigramo de ipecacuana en el intestino de Sansón.
Le temían. Más que a una fiera, más que al rayo, más que al veneno, más que a la peste; como se teme a un hombre que quiere decir la verdad, y por eso le aislaron. Mejor. Desde su lazareto él continuó clamando, arrojando sus bocanadas de metralla, esgrimiendo su garrote de asceta sobre todo infame, sobre todo puerco, sobre todo vil, sobre todo embustero, con la dignidad de un santo; látigo y espada a la vez, no perdonando a muertos ni vivos —sin duda porque la infamia no tiene edad— acorazado de virtud, fortificado de ira, imperioso como el instinto, sincero como el odio, consagrado por sus propias manos pontífice de la Verdad ante Dios y ante sí mismo Como las hachas, no tiene sino una misión: demoler. Propónese, pues, emprender una demolición, y allá va, formidable empresario de la ruina, descoronando torres. Nadie le oye. ¿Qué importa? El se oye. La fe es una llama que como los volcanes de la luna se crea el oxígeno necesario para su propia combustión. En cambio, nada tampoco le importa. Ataca el mal de frente, “a la gran manera: a cornadas” como diría D’Esparbès hablando de Massena. Penetrará en las tumbas, y en el hueso sacro mondado por los gusanos, descubrirá la mancha arseniosa denunciadora del vicio ocultado. Él posee para eso un aparato mejor que el de Marsh. Descorrerá las sábanas de la cortesana y con su dedo implacable mostrará la víbora oculta en ese ombligo. Quitará brutalmente sus morriones  los capitanes de la Fama, romperá los alamares de sus dormanes, y les presentará desnudos, con el haber total sus lacras y de sus tiñas. La teja de Job es en sus manos un instrumento de exterminio más provechoso que la piedra “de ancha base y cónico vértice” con que Héctor quebrantaba las corazas legendarias de los enemigos de Ilión. Con esa teja irá él a desencajar los goznes del pórtico académico, a reventar los cerrojos de las aduanas literarias que decomisan el oro puro cuyo desdén para las alianzas con el cobre, es infinito, a conmover con eternos golpes, con golpes, formidables como palpitaciones de corazón, la indiferencia atea, el innoble lucro, el oficialismo de sacristía, que manchan el templo de su Cristo, terrible y fulminante como el del compañero Schneider (otro demoledor que ama a Cristo, a la Canalla y a la Guillotina) y los goznes y las llaves y los cerrojos quedarán esparcidos en pedazos como el puñado de muelas de una mandíbula abofeteada.
Propos d'un entrepreneur de démólitionsLa Chevalière de la Mort y el citado Sueur de Sang, son nombres de sus obras. En el libro Los Raros puede encontrarse el mejor estudio que de este autor se haya hecho en lengua española. Enrique Gómez Carrillo que en su Literatura Extranjera, no debió olvidarle, le olvidó. El sabe bien por qué.
 De sus méritos como escritor puede decirse que es uno de los primeros prosistas de la lengua francesa, y el más audaz, el más fuerte, el más férreo de los escritores contemporáneos de esa lengua. Su panoplia está compuesta de hoces.
No se le nombra, es verdad, porque su obra es la de un verdugo y su nombre escandalizaría los oídos del periodista elegante, del revistero superficial     que elige los temas fáciles con que ha de bordarse el  canevas del folletín, y también del profesor, cuya cartilla prosódica resulta insuficiente, por más que sea correcta, sabia, preciosa, si se quiere, ante ciertas grandezas desconocidas que es fácil condenar con todo el peso del autoridad conquistada, cuando se debe hablar, porque resultaría incomprensible el silencio, y porque dictaminan que nadie ha de atreverse con los puños del heraclida.
El autor de que se trata es casi desconocido en este país hasta por los que hablan de él a favor de méritos indiscutibles que por desgracia no siempre saben resignarse a la imposibilidad de la omnisciencia. Y es en este caso cuando los mejores están expuestos a adoptar el juicio ajeno como verdad absoluta, tropezando y llevándose por delante la piedra en que tropiezan, pero tropezando al fin. No se ha leído a ese Fuerte, cuando el juicio de quien es capaz de hacerlo relevante, sólido y bello como las cinceladuras de un capacete florentino, viene condensado en una palabra errada, en un concepto despreciativo, para envolver al eminente verdugo cuya ruda maza labrada en la más culminante encina de la montaña bíblica, puede levantarse a la par de las nobles lanzas cuyo hierro es conocido de las cobardías cargadas sobre las espaldas como jorobas de oprobio. Por ahí dicen, y eso es lo que se lee, que ese vengador es un coprófago, como los perros. Igual comparación podía usarse para designar a Ezequiel.
Es verdaderamente lamentable que así se dé pábulo a los incapaces y a los ineptos, encarnizados ahora más que nunca en la guerra contra los fuertes y los capaces; y que el culpable de tal ligereza tenga vigor suficiente para que a favor suyo pueda medrar la abundante cosecha criptógama que ha germinado con los primeros síntomas del renacimiento mental, profusamente, como toda vegetación adventicia y parasitaria.
El error es grave y está autoritariamente sustentado con una especie de fallo olímpico y audaz pero arbitrario, por haberse redactado contra un reo de quien sólo se conoce el nombre, pero cuyo pecado sólo se sospecha. Y sin embargo, cuán luminoso, cuán grande, cuán digno de ser conocido y admirado es ese reo, que firma Léon Bloy y ha sido llamado raté por el maestro Groussac en un artículo de LA BIBLIOTECA, que hoy reproduce La Nación.


LEOPOLDO LUGONES
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Desagravio a Léon Bloy

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