De " Porque nos parecemos a las calaveras de Guadalupe Posada, de Damaris Calderon Campos

Monster Cards (orange series, 1961) #140   Queen of Outer Space

FRÍO
La falsa rusa había nacido en un lugar inexistente, se llamaba Anna, y había decidido que no iba a morir, como la otra, bajo las ruedas de un tren.
Atravesó la línea del Ecuador y llegó hasta el trópico, donde las formas, bajo la luz, como en la nieve, pierden sus contornos.

Era una astilla, un pedazo de un objeto perdido que no encajaba con nada.
Se volvió amarga, filosa.
El cuerpo, demasiado pesado, se movía al sol como si llevara un abrigo.
Las osas jóvenes conservan cierta gracia en el circo, cuando empiezan a arrastrar el vientre, les queman cigarros en la piel.
Bajo las falsas pieles la rusa estaba sola.
Falseó el relato, para prodigarse piedad:

“La gallina de los huevos de oro primero puso una postura blanca, redonda, decepcionante, luego, otro huevo desprovisto de color áureo. Finalmente, mostrando su desprecio, un óbolo, como un paisaje sucio, cagado de gris.”
Se identificaba con la gallina y volvía a contarse el cuento. Entonces el sol calentaba como un samovar, el samovar era un pequeño sol en la pieza, las cosas recuperaban su aspecto inofensivo, tranquilizadoramente falso, y no mostraban sus bordes dentados.
(TEMPERAMENTO)
El pez movió las aletas y la mujer lo abrió
con el cuchillo carnicero.
-No me gustan las cosas tibias- dijo. Como si ignorara
que era de sangre fría.
Había visto a un ahogado. El ahogado no la había visto
a ella. No podía culparlo.
Un pájaro se posó en la ventana. Se lo comió el gato.
El gato tenía los ojos estriados como los senos de la mujer.
La crueldad y las palabras pueden ser deliberadas.
La mujer hacía mucho que había dejado de hablar.
Mantenía un lenguaje sordomudo consigo misma
y con las cosas. A veces se acostaba con alguien
para mantener ese nexo indispensable de incomunicación. 
Se vertían sobre ella como en una escudilla
o una cloaca.
Se recostó a la ventana, miró al gato, pero no vino
pájaro alguno.
Encubrió sus gestos con domesticidad.
Volvió a la cocina.
-No me gustan las cosas tibias- repitió. Y continuó
abriendo el pez. –Tenía agallas. –Tendría agallas.
Y reservó todas sus energías para el momento final.

(VACIADERO)
La mujer se desnudó hasta convertirse en larva. 
Estaba sola y no tenía por qué guardar ninguna convención.
¿Acaso habían sido ellos piadosos? ¿Menos obscenos?
Había escrito dos o tres libros (ninguno verdadero) y tenido la pretensión ridícula de que el cielo se abriera y se cerrara para manifestar su angustia.
Había querido subir al Everts y ahora veía cómo su propio cuerpo se convertía en una planicie.
-No me importa que no vengas (le dijo a lo que no iba a venir).
Se sintió redonda. Autosuficiente.
Se hizo una bola de asco y comenzó a roer los bordes de la mesa

NIEVE SUCIA
La nieve no producía ningún dolor. Cuando uno
se quitaba la bufanda, los guantes restañados,
no aparecían manchados de sangre. Y en el cuello
no había ninguna señal de estrangulamiento.
La nieve apretaba con suaves dedos: rododáctilos.
Había perdido su país (ceñido por límites geográficos),
y después su lengua.
La nieve producía un letargo y eran copos , y capas, que
se iban amontonando unas sobre otras para sepultar el
pasado de un animal. La nieve creaba una sensación ambigua:
que era posible e imposible, a un tiempo, dejar huellas.
Los pies que recorrieron un sendero (las huellas de los pies) 
serían borradas por otros , o por los mismos, regresando 
en sentido contrario.
(Si se respiraba en la helada, se estaba menos solo con el propio vaho).
La nieve, en su quietud, despertaba sentimientos bárbaros: con un
pedazo de hielo fundido se habría podido cortar el corazón
de un hombre.

Le preguntaron si vino desde tan lejos por una cura de reposo.
Sonrió con la violencia amable de un paisaje nevado.
Había escogido ese paisaje interior, blanco, que ahora se
proyectaba hacia fuera y una antigua metáfora: rododáctilos.
Cuando se quitara los guantes no aparecerían manchas 
de sangre, y en el cuello no habría señal alguna de estrangulamiento.
Apretaría con suaves, rosáceos dedos. La nieve haría lo demás.

LA EXTRANJERA
Cuando salió de viaje era una persona enérgica.
A medida que pasaron las estaciones, fue perdiendo vigor.
Perdía fe como quien pierde peso.
Las cosas, en su rotación, eran justas, como las ruedas de un tren.
Pasaban las vacas descuartizadas, los postes del tendido eléctrico, las sábanas-sudario.
Todavía pudo pertenecer y dar algo a cambio. Pero se lo guardó en el buche, para sí, para su deleite. 
Cuando el tren traqueteó sobre sus huesos, vio el sol. Falso, bruñido. Desconocido como la palma de su mano.


(De " Porque nos parecemos a las calaveras de Guadalupe Posada, de Damaris Calderon Campos)

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