HOMENAJE A CALVERT CASEY, EN ACACIA

Por 

MARÍA GABRIELA MÉNDEZ*BOGOTÁ, en la revista ARCADIA 

El informe de la policía describió en pocas palabras lo que encontró en el apartamento del cubano Calvert Casey: “Yacía en la cama en una posición que parecía natural. Y al lado tenía un frasco vacío de barbitúricos”. Casey ejecutó su propia muerte el 16 de mayo de 1969 a los 45 años, en Roma, la ciudad que le recordaba a La Habana vieja, de donde había salido por la puerta trasera, antes de convertirse en un perseguido oficial por su declarado gusto hacia los hombres.
 Otras veces lo había intentado sin éxito. Esta vez, la última, lo hizo un mes después de que su madre muriera. La censura, la soledad, el desamor, la depresión y el exilio le dieron el empujón final. Con ese viaje sin regreso entró sin proponérselo, o tal vez sí, en el oscuro y silencioso túnel de los escritores inmerecidamente olvidados. 
 Nació en Baltimore (en 1924, se desconoce la fecha exacta, como muchos de sus datos biográficos) y es considerado por algunos como un escritor norteamericano, pero su vocación literaria solo pueden inscribirse dentro de la nacionalidad de su madre, la cubana. No solo fue un escritor cubano, sino habanero, como apunta Guillermo Cabrera Infante en su ensayo-homenaje ¿Quién mató a Calvert Casey?, parte del dossier que le dedicó la revista Quimera en 1982.
 Fue en Cuba donde se formó y vivió la mayor parte de su vida. Vivió también en Nuevo México, Nueva York, Roma, Ginebra, pero fue Cuba el lugar del que le costó más irse, o del que quizá nunca se fue. La nostalgia por la isla lo impulsó a escribir y lo doblegó frente a la tentación del suicidio.
 Vicente Molina Foix, escritor y crítico español, admiraba el talento de Casey y quiso dar a conocer su obra (publicó un largo estudio en la revista Ínsula y tradujo el capítulo sobreviviente de su última novela). Para él, el aporte de Calvert Casey fue considerable, y, sobre todo, único: “necesaria y aún indispensable, en las letras hispánicas contemporáneas”. Llegó a compararlo: “Un Kafka tropical, es decir, a la vez más entrañable y desgarrador”.
El escritor español Juan García Hortelano encontraba un misterioso poder en el lenguaje novelesco de Casey y llegó a considerarlo (a sabiendas de la anacronía) “el padre de Lezama Lima”. “¡Qué Salinger ni qué Salinger! Tus cuentos son mucho mejores”, exclamó el escritor cubano Antón Arrufat apenas leyó su libro de relatos El Regreso. Mientras que Cabrera Infante dijo: “Es de veras Pavese”. Edmundo Desnoes alabó su estilo reconocible: “Lo último que logra un escritor, es lo primero que ha conseguido Calvert Casey: personalidad”. Desde Miami, el cubano Luis Agüero, Premio Casa de las Américas 1967, lo recuerda: “Fue uno de los mejores cuentistas cubanos de esa época”.
El escritor Italo Calvino lo conoció en La Habana en 1964. Casey se le reveló como persona y como escritor. Al volver a Italia encargó, como editor de Einaudi, la traducción de El Regreso. En la contraportada, Calvino escribió: “De La Habana nos llega uno de los nuevos escritores hispanoamericanos más significativos, destacándose en medio de la densa producción librera que la neonata industria editorial cubana ha sacado a la luz en estos años de revolución y aislamiento”.
 Fueron muchos los escritores que alabaron su trabajo, pero sus libros nunca alcanzaron la difusión que merecían ni la crítica que él esperaba. Su temática y estilo no encajaron en la euforia del Boom latinoamericano. Agüero lo atribuye a dos razones: una obra pequeña y un estilo y temática que parecían destinados a una minoría. Para Cabrera Infante, Calvert estaba habituado al fracaso tanto como a la enfermedad: “El éxito, como la salud, lo habría aniquilado: tan sutil era su sensibilidad”.
El regreso
La filósofa española, María Zambrano, describe en su artículo Calvert Casey, el indefenso. Entre el ser y la vida (parte del dossier de la Revista Quimera), el instante que lo conoció: “Vi que arrastraba consigo la herida de la luz aquella, del cielo de La Habana: fuera él por donde fuese iría así ardiendo de su invisible fuego, como una llama”.
Sería por eso que después de diez años, en 1957, decidió volver, recuperar su patria:
—A la emoción que me produjo el espejismo —una multitud bajando por una avenida romana— siguió un pánico infinito —recordé el pánico que sienten los elefantes cuando, próximos a la muerte, se sienten muy lejos de donde han nacido. Estaba terriblemente lejos de La Habana. Quizás había perdido para siempre el paraíso (y también el infierno), de la primera visión. Aquella mañana terminó mi exilio voluntario. Debía volver al escenario de los descubrimientos, donde todo viene dado y no es necesario explicar nada.
Al llegar, trabajó en la Cuban Telephone Company y en una quincalla. En poco tiempo entró en el círculo intelectual de la isla: su amigo Antón Arrufat lo llevó a las oficinas de Lunes de Revolución y lo presentó a su director, Guillermo Cabrera Infante. “Aquí está la Calvita”, le dijo. Al primer tartamudeo de Casey, Arrufat interrumpió: “Bien dotada, la Calvita es gaga pero locuaz”.
Casey quedó entusiasmado por esa dinámica de la improvisación creadora y el azar que signaba la revista y los obligaba a llenar todas las páginas el mismo día del cierre: “Calvert salvó con uno de sus raros artículos o sus penetrantes ensayos más de un número del magazine, rescatable del olvido porque Calvert Casey aparece ahí”, decía Cabrera Infante.
El autor de Tres tristes tigres cuenta en Mea Cuba la vez que Miriam Gómez creyó que Calvert se había atragantado con un bocado de espaguetis cuando en realidad estaba ahogándose en el “charco poco profundo de la tartamudez”: “Calvert, al revés de todos nosotros, tenía una rara fluidez al escribir en español, idioma que debía de ser, por más de una razón, su segunda lengua. Luego supe que era en realidad su lengua madre”. 
Vivir en el otro
A 45 años de su muerte, su obra, aunque exigua, no ha sucumbido al completo olvido. Los cuentos de El regreso (editado primero en Cuba y luego por Seix Barral, en 1966), Notas de un simulador (Seix Barral, 1969), la recopilación de ensayos,Memorias de una isla (Ediciones Revolución, 1964), la novela Los paseantes (1941), que publicó en una edición pagada de su bolsillo, su único poema “A un viandante de 2778”. Y, por último, la novela inacabada Gianni, Gianni, arrojada por él mismo al Tíber poco antes de morir. Cada tanto, escritores, ensayistas y profesores muestran su interés por Casey.
De la novela Gianni, Gianni se salvó el capítulo titulado Piazza Margana que entregó el propio Casey a Rafael Martínez Nadal antes del suicidio. Ese pequeño trozo de novela será siempre memorable por haber tocado un campo infrecuente de la literatura cubana: el homoerotismo.
El ensayista Rafael Rojas en su artículo Herido por la luz refiere que esa novela fue escrita en una atmósfera marcada por el neorrealismo italiano y por lecturas de literatura erótica anglosajona. Además, lee una alegoría del suicidio: “Casey idea, entonces, una cópula que es, a la vez, una muerte y una fusión con el otro, en la que el acto transgresor de la homosexualidad se entrelaza con un gesto libérrimo, igualmente reprobado por el machismo católico o marxista: el suicidio”.
El personaje de esta historia siente el impulso de probar la sangre de su amante cuando éste se corta mientras se afeita. Y no resiste la tentación de entrar en el otro a través de esa herida:
—Ya he entrado en tu corriente sanguínea. He rebasado la orina, el excremento, con su sabor dulce y acre, y al fin me he perdido en los cálidos huecos de tu cuerpo. He venido a quedarme. Nunca me marcharé. Desde este puesto de observación, donde finalmente he logrado la dicha suprema, veo el mundo a través de tus ojos, oigo por tus oídos los sonido más aterradores y los más deliciosos, saboreo todos los sabores con tu lengua, tanteo todas las formas con tus manos. ¿Qué otra cosa podría desear un hombre?
No sin razón, Arrufat lo considera “uno de los grandes textos que un cubano ha escrito sobre el amor”. Además, en ese fragmento se refiere a la libertad que supone el viaje al interior de su amante:
—He conseguido lo que todo sistema político o social siempre ha soñado, en vano, conseguir: soy libre, completamente libre dentro de ti, por siempre libre de todas las cargas y temores. ¡Ningún permiso de salida, ningún permiso de entrada, ningún pasaporte, ninguna frontera, visado, carta d'identità, nada de nada!Puedo establecerme a gusto mío en el pezón derecho, donde el remate de las venas y los nervios florece en una punta rosada, tierna y delicada. 
Huir hacia la muerte
En 1961 cierran el suplemento Lunes y Casey pasa a trabajar en el Centro de Documentación de Casa de las Américas. Se entera de que están deportando homosexuales a granjas de trabajo y empieza a sentir las presiones del régimen.
Con las alarmas encendidas, se las ingenia para conseguir una invitación de la Unión de Escritores Húngaros. Su idea: partir y no volver. Cuando se supo en Cuba que era un desertor, Luis Agüero recuerda que el gobierno recogió sus libros de librerías y bibliotecas. Pasó muchos años en la oscuridad, como los otros escritores de su estirpe “contrarrevolucionaria”.
Una vez fuera de Cuba, se instala en Roma. Allí entra en un limbo legal: no tiene permiso para permanecer en Italia, su pasaporte cubano está vencido (las embajadas cubanas se negaban a renovarle el documento a un “enfermo moral”) y se pierde en un laberinto de trámites burocráticos para recuperar su nacionalidad estadounidense, a la que había renunciado por solidaridad con la Revolución.
¿Qué mató a Calvert Casey? ¿El fracaso? ¿La nostalgia? ¿La burocracia? ¿La decepción de la Cuba comunista? ¿El desamor? Todo lo empujó inexorablemente a su destino de suicida. En su tumba, a las afueras de Roma, se lee su epitafio: “He was gentle/ He was weak/ He was destroyed”.
“De veras que Calvert Casey nos duró a todos poco tiempo”, escribe Cabrera Infante, y remata: “Pero no hay que lamentar la brevedad de su vida sino celebrar que existió alguien que se llamó Calvert Casey y fue único y extraordinario. No pobre Calvert. Pobres los que no lo conocieron”.

Enfermo de fracaso

Ha pasado casi medio siglo desde su suicidio y su obra, exigua pero contundente, sigue despertando curiosidad. El escritor que huyó de Cuba temiendo ser perseguido por ser homosexual, acabó con su vida y empezó a escribir la leyenda de su talento.

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Un secreto bien guardado


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IN
MEMORIAM

Víctima de una época cada vez más sombría, y de una soledad insuperable que le tocaba las raíces mismas del ser, el 14 de mayo del pasado año se suicidó en Roma el escritor cubano Calvert Casey.  Me atrevo a afirmar, parafraseando lo que Artaud dijo al referirse a la muerte de Van Gogh, que Calvert fue un artista suicidado por la sociedad y el tiempo en los que le tocó vivir.  El ingenuo y delirante juego que la fiebre de su imaginación construyera para ahuyentar a sus enemigos, lo fue poblando de fantasmas —no por absurdos, menos reales y exterminadores.  Al final, la literatura resultó incapaz de realizar un exorcismo último que justificara su existencia quedando él mismo convertido en fantasma.  Quizá no sería del todo ilícito añadir que Calvert estaba demasiado comprometido con la vida (bien es cierto que de una manera extraña y misteriosa) para aceptar por más tiempo otra imagen de ella que no fuera la que le dictaba constantemente su deseo.  Cuando comenzó a sentirla como “una pasión inútil” decidió lanzarse del otro lado del espejo, no para encontrar su definitivo y verdadero rostro sino para borrar el testimonio cruel de su memoria.  Perdido en el laberinto de absurdas y endemoniadas circunstancias que lo rodeaba, con la interrupción de su conciencia se cumplía el término al irrealizable y angustioso proyecto que constituyó su vida.  Ahora sólo nos quedan sus libros, sus palabras, arañando el pálido cristal de los recuerdos..., y algunas cartas que él me escribiera desde Cuba cuando yo me encontraba viviendo en Alemania.  Los fragmentos de las mismas que ofrezco a los ojos del lector creo que revelan el hondo perfil humano de aquel hombre que fue mi amigo, Calvert Casey, que nació en Baltimore, amó a Cuba y se suicidó en Roma.

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                                                                                                            la habana, febrero 1962

“Estoy mirando la fotografía que nos tomaron en aquel bellísimo patio de Camagüey durante aquel deprimente encuentro de poetas, no sé si recordarás.  Qué rápido ha pasado el tiempo y cuántas cosas han pasado desde entonces. Tengo versiones fugaces de tu viaje, te imagino al volante de un camión de la casa Mercedes-Benz, por la Plaza de la Magdalena, en París, o inspeccionando las ruinas de la catedral de Colonia, la flamante obra de la civilización, luego he dejado de saber de ti hasta que O. llegó a mi casa y me habló de ti y de que querías que te escribiera”.
“He vivido fuera y sé la importancia que tiene recibir cartas, el prestigio increíble que tiene un sobre sin abrir, y el misterio.  Recuerdo haberlos conservado hasta dos días y mirarlos sin querer abrirlos para no develar el misterio, que muchas veces, casi todas las veces no era más que palabras banales como éstas que te escribo, pero qué extraño y sugerente valor tenían cuando aún estaban dentro del sobre sin abrir”.

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“Por correo ordinario en un barco que tardará en llegar te estoy mandando un libro de cuentos míos que salió este mes. Espero que si abandonas Stuttgart te hagas remitir la correspondencia y te llegue el libro.  Creo que en Camagüey me dijiste que te interesaba lo que escribía.  Siento mi vida ya muy concluída y siento que debía tener ya media docena de libros; el tiempo perdido es irrecuperable.  Con gran escepticismo he empezado una novela.  Conspira también contra nosotros la sensación de desastre inminente que pesa sobre la humanidad, y que algunos días es muy fuerte, sobre todo en nuestro pequeño pedazo de tierra, por todas las amenazas que pesan sobre él”.
“Pienso en Stendhal que, salvando las enormes distancias, tuvo la suerte de vivir en la Europa de la Santa Alianza donde se podía planear una novela que tardaría meses o años en escribirse, porque había la seguridad del tiempo, que creo es algo que nos ha abandonado.  Me pregunto si la anatomía humana, que se adapta a todo, reflejará en alguna forma, quizás monstruosa, esta sensación de apocalipsis inminente con la que (algunos días) parece que hemos aprendido a vivir”.
“Del pequeño mundo que tú conociste y sus ramificaciones, antecedentes y futuro prefiero que hablemos cuando volvamos a vernos.  Creo que es tan pequeño, con tan pequeñas repercusiones en nuestro pequeño y subdesarrollado país, a pesar de nuestras ilusiones de ser importantes, que si dejara de existir no pasaría nada.  No quieras mal a los que no te escriben, el momento es tan complejo que lo que te digan hoy, mañana dejará de ser válido”.
“Si te decides a escribirme cuéntame algo de tus viajes, si has conocido Italia.  Si no, trata de hacerlo.  Hay allí una vitalidad asombrosa, la vitalidad española, pero muy depurada, algo muy viejo y muy joven al mismo tiempo.  Quizás Grecia sea así también, pero quizás, como España, más cruda.  Roma es como si La Habana tuviera 2,000 años de fundada, y viejos palacios de príncipes vestidos de negro a los que nadie ve, porque lo extraño es que se me pareció a La Habana, y Génova en cierto modo también.  Lo más cerca que te quedaría en París, donde me dice O. que vivirás, es Génova.  Es una extraña ciudad, como La Habana pero tenebrosa.  Y Nápoles es como La Habana, pero con algo malévolo y abyecto.  Ya todo eso forma parte de mis recuerdos; en tí es cosa viva.  Lo único que deseo es que, pase lo que pase, no tenga que abandonar nunca a Cuba.  Tengo esa cosa pueril que se llama el nacionalismo, el amor al lugar donde se ha crecido, que te hará reir a carcajadas allá en tu rincón de Stuttgart, pero que a mí, hoy por hoy, me mantiene aquí”.

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la habana, marzo 31, 1962

“Cuenta con que el Libro de Rolando ha salido ya por vía marítima y te llegará.  Creo que es un hemoso libro y que la pérdida de Rolando fue tremenda.  Me parece, sin embargo, que el cursi epíteto de malogrado no le conviene.  El libro parece obra de quien resume constantemente su experiencia porque sabe que va a morir muy pronto.  Su temor (o su deseo) tarde o temprano se cumple.  Pero yo no soy poeta y leo mal la poesía, todo está ahí y tu juzgarás mejor que yo”.
“No sé si conocías “En San Isidro”, que publiqué en el último número de “Ciclón”, único que salió después del famoso 1ro. de enero.  Creo que es también lo de más vitalidad que yo he hecho.  En todo caso, únelo a “El Rregreso”, porque es parte inseparable de mi visión de La Habana y de Cuba.  Como ves, no es poema, ni cuento, sólo una especie de oratorio desesperado”.
“Estoy dando tu dirección a X., pues me la pidió con interés.  Pero tú sabes que está un poco como todos nosotros, sujetos a cambios de humor.  —Tiene el mismo espíritu invencible de siempre, a pesar de los ataques, de los años y de la soledad”.

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“Paso en estos momentos por una crisis personal y me es difícil escribirte nada que tenga sentido.  He comenzado y terminado un capítulo de la novela — y me he preguntado ¿es que yo no puedo escribir más que sobre cosas y gentes muy jodidas como yo?  ¿Y el lado alegre de la vida?  ¿Y la alegría de estar vivo?  ¿Y el humor?  ¿Y el amor?”
“Luego la crisis personal inevitable de quien ve concluir la juventud y se pregunta qué pasará —posiblemente no pasará nada.  La decadencia es demasiado sutil como para que “pase” nada — o eso es, precisamente: que no pasa nada”.

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la habana, junio 17, 1962

“Algo de la pesantez de Munich conozco por libros y por gente que me ha hablado; la capital de Luis I, el loco apasionado de Wagner, recubierta de mármol en un esfuerzo pedante por igualarla a Atenas ¿no hay algo de eso? Algún escritor malo de fin de siglo (creo que Blasco Ibáñez) la llamó “la de los mármoles fríos”.  Pero ¿no son los alemanes del Sur, de cabellos negros, más vivaces y simpáticos que los del Norte, y más libres de sus manías de trabajo y limpieza?  A lo mejor todo esto te hace sonreir; bien sonríe ante mi ignorancia”.
“Al fin cayeron sobre tu pobre isla, torturada por una sequía bíblica, feroz, inmensos enormes aguaceros tropicales, que me hacen ver a la Naturaleza como una madre menos cruel.  El agua del cielo sin descanso, en cantidad diluviana, me agarró en Isla de Pinos.  Algún día hablaremos de ese viaje.  Qué bello y qué amenazador es el mar en la madrugada bajo un diluvio, lleno de relámpagos.  Y yo aterido de frío durmiendo en cubierta, sintiéndome perdido en aquella inmensidad.  Constantemente huyo de la ciudad, sobre todo de los pequeños grupos asfixiantes de los que tú, con gran prudencia, te mantuviste a distancia; viajo mucho por la isla; a fines de abril llegué hasta Remedios; Las Villas son amables, en algunas de ellas hay aún viejos fiacres que te transportan de lugar y de siglo por una peseta; barato ¿verdad?  Hay viejos caserones remedianos conmovedores por lo hermosos; Trinidad es infinitamente superior, allí estuve cuando salí de La Habana, pero es que uno siente que a Remedios no llega nadie.  Ya los amigos se han acostumbrado a estas desapariciones constantes mías, que en los últimos tiempos se han hecho obsesivas, y que muchas veces, en un país estremecido por los cambios sociales, tienen extrañas consecuencias que algún día (?) asumirán forma literaria”.
“Tu última carta larga desde Stuttgart me conmovió, pero también me hizo sentir que no estamos tan lejos el uno del otro.  Yo también defiendo el derecho a la locura.  Si hay segunda edición de los cuentos, figurará San Isidro como parte de ese derecho.  Eso no me aumentará el número de amigos, ni aquí ni en el exterior, pero me reconciliará conmigo mismo.  ¿Y tu locura?  ¿Asumirá forma literaria?  No olvides que ese será el único rastro de nuestras vidas antes de perderse en el vacío”.
“¿Crees que soy feliz o estoy contento?  Como tantos otros, vivo desgarrado, aunque las apariencias indiquen otra cosa; estoy aquí por un profundo amor a mi país, que siento que no puedo abandonar a su dramática suerte, y por un deseo ingenuo de compartir sus tristezas y una esperanza más ingenua aún (estas ingenuidades suelen pagarse muy caras) de influir en esa suerte.  Para los de fuera, las apariencias me acusarán de buscar mi mejor conveniencia.  Bien, que piensen lo que quieran.  Ellos también están sometidos a un sufrimiento intenso.  La huella que va dejando el desgarramiento diario en el espíritu sólo es visible para quien lo sufre.  Soy tan mal artista que ni siquiera tengo el talento de dejar constancia de ella”.
“Fernando, escríbeme cuando sientas la necesidad de hacerlo; tus cartas rompen la sensación esta de aislamiento, tan penosa, háblame de París, trata de ver algo del Teatro de las Naciones, que durará hasta julio y cuéntame”.
“Ya yo sabía, antes que me lo dijera Víctor Manuel la otra mañana en un café de O’Reilly, completamente ebrio, que lo más hermoso, y lo más terrible, es lo que no se dice.  Dime tú lo que puedas”.
“Me siento mucho más sereno; hoy es domingo, un domingo en La Habana, que tan bien conoces.  Anduve hoy con Z. por Guanabacoa, él es medio guajiro; anduvimos buscando viejos manantiales, admirando los ríos crecidos, llegamos hasta el río Cojímar, y sus altos paredones impresionantes y llenos de una paz infinita, donde no hace muchos años, aún corrían venados.  Cómo se extiende la ciudad hacia allá, qué amenazadora y qué grande”.
“Y tú, que has visto el Elba y el Oder y el Rin, soportas en silencio que yo llame ríos a nuestros pobres arroyos casi secos”.

                                                                                                Calvert Casey



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