bibliotecarias

Adam Hunter, Bibliotecario Jefe 1904 hasta 1921, y mujeres colocan la primera piedra de la nueva biblioteca pública en la calle principal del oeste. 1 de agosto de 1911. Hamilton, Ontario, Canadá.

 Las estrellas…
Las estrellas vuelven a ser como una quejumbrosa balada y por las tardes
los perros afinan sus agrietados violines.
Yo no dejo que se me acerque la pena,
no la dejo acercarse a mí.
Mil metros de nieve encima del corazón.
Murmuro mucho para mis adentros, por la calle
canto en voz alta.
A veces me veo pasar, con sombrero en la cabeza,
por el viento, y con alguna idea torcida.
Hablo de muerte cuando quiero decir vida. Ando con los papeles
desordenados, no tengo ni una sola teoría, solo un perro que blasfema.
Cuando pido aguardiente, me sirven helado,
a pesar de todo claro que soy español, con el nacimiento del pelo bajo
de esta manera, de verdad:
no parezco ser de aquí.
Sudo y trato de hablar, entretanto
tiemblo.
Casi más que la muerte lamento mi nacimiento.
Y todo lo que pido
son mil metros de nieve encima de mi corazón.

[He adelgazado…]
He adelgazado, por lo que veo. Pero cómo.
            Llevo en el pulgar adecuado
los signos del perro y del caballo.
            Uno hecho con un cuchillo de herrar, el otro,
con un colmillo.
            De las cicatrices nace la vida
y el corazón es una fosa común todavía abierta
            llena de la tela gris del llanto,
ruido metálico de medallas de identidad al viento.
            Siempre en otoño, tiempo de matanza de los pavos,
ando en un trineo con cuatro perros, el quinto
            salta al lado atado como caballo de reserva
cuando un viento frío envuelve los bosques
            y en los campos arden hogueras bien vigiladas.
Así de fogosos son los caballos de batalla de la muerte
            pequeños e iracundos, y el viento del otoño
rojo como la sangre, como los árboles.

[El otoño…]
El otoño, un viejo cochero, meando
            contra el viento
y algunos pocos afortunados
            a los que alcanzaron las salpicaduras
jadeantes con los brazos abiertos.
El otoño, su expresión, cuando el órgano
del cielo desciende
y las aguas se pliegan para convertirse en hielo.
            Querría estar muerta, hundirme
a través de mis espaldas hasta mis propios bolsillos.
            El otoño, su expresión:
            y que también las piedras puedan desencadenar tormentas así,
las aguas hundirse hasta la ribera de los brazos.

Sirkka Turkka (1939) Nació en Helsinski. Licenciada en Humanidades, trabajó como agricultora y bibliotecaria. Debutó en 1973. Uno de los poetas más destacados de su generación, en 1987 recibió el Premio Finlandia.

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