Elogio de la locura matancera




ELOGIO DE LA LOCURA (LIBRO "MÁS HORRIBLE QUE YO")
por Luis Lorente

FOTO DE Abigail Gonzalez Piña

Matanzas tiene algo que mata o enloquece. Yo no sé qué será: nadie lo sabe. Lugareño y viajero hablarán de misterio. Y especulan hasta los mismos confines del delirio. Es que nunca se ha hallado una explicación que nos convenza. Quizás sea el mar, el oleaje con sus pausas y cadencias irreverentes, un ritmo majestuoso capaz de producir placer, regocijo y hasta terror a quien lo escucha. Pudiera ser también la cercanía del valle, su tangencial presencia; el valle que debe su nombre a una voz indígena y, al igual que el de la ciudad, está relacionado con la muerte. O las brumas, que sólo allí uno puede tocar con las manos, cuando en las madrugadas y hasta en la plenitud de las mañanas, con reiterada frecuencia, descienden para envolver los ríos y sus puentes, los parques y las casas. La ciudad dividida: una parte debajo, la otra encima de las brumas. Entre esas moles densas, el barrio de Versalles ha desaparecido. Yo vi las brumas permanecer en los zaguanes y en algunas cocinas mientras se colaba el café del amanezco.
Esto enloquece o mata. Uno no sabe si quedarse a ser su víctima demente, o irse, abandonarla de una manera que no sea para siempre. No se trata de un mito. Algo sucede allí donde hay seres que sufren perturbaciones y esa impronta fatal que llaman "muerte de repente", para la cual, según parece, fueron escogidos los poetas, especie endémica de la ciudad.
El primero de todos fue Zequeira, el precursor, el autor de la "Oda a la Piña" y sobre todo de "La Ronda", un poema donde de cierto modo se cultiva el terreno que anuncia los claroscuros del futuro destino enigmático de una amplia zona, horizonte de la poesía cubana. Por los años veinte del siglo XIX, Zequeira enloqueció en Matanzas y como El Licenciado Vidriera –el personaje de Cervantes– pensaba que al ponerse el sombrero se volvía invisible. Después Plácido, alma de Dios, artesano e improvisador, que en frecuentes ocasiones trasciende el tono leve de los llamados improvisadores. A Plácido lo fusiló el desmán, la desidia y el miedo. Es probable, dicen que muy probable, que en los días aquellos en que Heredia visitara a su madre en Matanzas, haya ido a conocer a Plácido en los bajos de El León de Oro, donde trabajaba como orfebre. Heredia se lo dijo, se lo advirtió seguramente: "Huye, Plácido, estás a tiempo todavía".
La causa de la dolencia que sumergió en aguas de quietud a José Jacinto Milanés es harto conocida por su matiz romántico y conmovedor: el desprecio de Isa, la prima de quien se enamoró hasta quedar alelado, en un mutismo, sin posibilidad de volver a la razón. En sus poemas ya se respira un aire grande, como si la levedad comenzara a integrarse a otro cuerpo, a un espíritu mayor. Cintio dijo que Milanés encarna la matanceridad absoluta.
Hay testimonios de algún que otro contemporáneo de Antonio Hernández Alemán (Seboruco) donde se asevera que no estaba realmente tan loco como él aparentaba. Pudiera ser que se tratara de un personaje asumido de tal forma que llegó a convencer a los demás. Cuentan que andaba bastante estrafalario, en constante ir y venir por los Bares y Cafés de la ciudad, prefiriendo la puerta del Hotel Louvre, donde hacía, para burlas de algunos, gala y derroche de sus dones poéticos. Nunca faltaron bajo sus brazos, un paraguas y un manojo de sus escritos. Lo cierto es que Seboruco publicó, allá por 1889, cuando ya había cumplido cuarentitrés años, un poema en una revista estudiantil. El texto se titula "Nonsense" y se le atribuyeron intenciones antianexionistas. Tal vez por su extensión no sea tan conocido como sus famosísimas cuartetas, fáciles de memorizar y que la oralidad mantuvo vivas hasta nuestros días. Entre su colección, "Nonsense" representa un momento alto: Mi corazón cosmogónico Plectro Ignoe en Poesía/ Mi conspicua Lira del Vibrante/ Y mi viril Laudolibre ardiente/ Bien tres veces saludo a la patria mía. Protagonista de un anecdotario casi novelesco, Seboruco es el rey del choteo y del disparate en Cuba.
Al lado casi del San Juan, en Río 7, vivían los hermanos Urbach, poetas seguidores de Julián del Casal. Carlos Pío fue el protagonista, junto a Juana Borrero, de una intensa y casi demencial historia de amor, pasión sin límites, llena de desarraigos estremecedores que Juana se encargó de trasladar a las cartas que parecen todavía escritas por un torrente de sangre en constante ebullición: "Quisiera matarte sin quitarte la vida..."/ "Tu patria o tu Juana, elige... yo no tengo más patria que tu alma". Y aunque no se parecen, definitivamente, un aire de pronto emparienta este drama de la época con la historia de Milanés.
Esteban Borrero se oponía al amor de su hija; el acaudalado Simón Ximeno rechazaba a Milanés. Uno siente predilección por Juan Santos desde el mismo momento en que conoce de su existencia por la obsesión de toda su vida: ser un gran poeta. Escribió endemonia-damente, llegando a publicar con asiduidad en la prensa local sus poemas, en los que predominaba la temática religiosa; y por gestiones suyas y la colaboración de ciertos amigos, se editaron algunos de sus cuadernos, como los titulados Corona fúnebre a la muerte de mi madre, Lágrimas y flores y La caída del Nerón cubano.
Soñó ser coronado como la Avellaneda en ocasión de unos Juegos Florales y ese sueño también le fue concedido. El poeta había escrito un millar de sonetos a la Virgen María, los cuales envió a Roma, donde, según contaba él, una casa editora de la Santa Sede se ocuparía de la publicación. Mientras subía las empinadas calles de Matanzas, Juan, en voz baja, daba vueltas y vueltas a la idea que después anunciaría con vehemencia en carta al Papa: todo bien recibido por derechos de autor sería repartido entre los pobres, menos veinte pesos para comprarle vestidos a su desvalida hermana Isabel, y otros cinco para comprar corbatas al señor Ricardo Vázquez, quien vendía hielo en la Plaza y siempre lo alentaba y protegía. Con orgullo, Juan Santos solía repetir que Macario, arzobispo de Chipre, al ser desterrado por orden de quienes ocupaban su país en ese momento, se apresta a cumplir, inmutable, la voluntad también divina, pero antes solicita al oficial inglés que le conceda unos minutos para recoger lo que habría de llevar al destierro: "solamente dos libros, uno voluminoso que contiene la palabra de Dios, y otro de muy pocas páginas y encuadernación humilde con los versos del poeta matancero Juan Santos".
Cuando sintió que la fortuna nunca lo acompañaría mientras se dedicara a la pintura, Makú echó en un maletín los lienzos, los pinceles, los óleos y las acuarelas y las tiró al mar. Entonces, mientras realizaba su trabajo de estibador en los muelles del puerto, comenzó a hilvanar palabra tras palabra, sus poemas. Cultivó formas clásicas y recibió influencias de grandes sonetistas del momento. "Canto a la palma" –escrito en décimas– fue incluido por Samuell Feijóo en una antología. Con el tiempo comenzaron los síntomas de su desvarío. Publicó Un centavo de esperanza; por esa época se pasaba los días en la casa recibiendo desnudo a los amigos y vecinos. Su idea fija era el sexo; Brigitte Bardot era uno de sus paradigmas. él confesaba haber visto una película de la B.B. más de cincuenta veces. Magaly, otro amor de su vida, le inspiró varios poemas, de los que ahora recuerdo este verso sorprendente: "tus manos de decir Julito no da consulta hoy". Una vez la Asociación de Escritores de Santiago de Cuba lo invitó a que hiciera una lectura de su obra. Al día siguiente, cuando lo fueron a recoger al hotel, había desaparecido. Esa noche, después de intensa búsqueda, lo hallaron por la carretera de Punta Gorda, desnudo, sentado en una piedra.
Pero es que hasta ayer mismo resultaba el más común de los acontecimientos llegar a Matanzas y encontrar merodeando por sus calles a personajes distinguidos por su aire de familia. Cada uno con su propio perfil, con su gestualidad, la mirada y la palabra capaces de marcar entre ellos, los grandes rasgos de sus diferencias.
Haciendo la mañana por varios escenarios, voz engolada, ojos saltones y penetrantes, seguido por su aura dionisíaca, pasa Luis Marimón. Poeta exteriorista, de tonalidades más bien declamatorias que caracterizaron sus aspiraciones cosmogónicas donde mezclaba la fabulación, los hechos literarios y la historia. Lo esclavizó el alcohol, y se depauperaba veloz y diariamente; así una tarde, cuando se emborrachaba en el Hotel Velazco, en un fallido intento, se tasajeó las venas. Luego optó por emigrar, ignorando tal vez lo que implicaba aquella decisión. Se apostó la vida con otro condenado a empinarse una botella. Aún no había visto el fondo cuando se detuvo su desordenado corazón.
Eliecer Lazo merecía más vida, para él y para disfrute nuestro. Comenzó como artista adolescente escribiendo poemas, a veces inevitablemente vallejianos, que producían una agradable sensación. Durante algunos años, bohemia y poesía marcaron su camino. Andaba melenudo, y sobre todo en invierno, vestía una peculiar indumentaria. Tuvo muchas pasiones, la última –que lo acompañaría hasta la muerte– ejerció una influencia que transformó su imagen. Dejó de andar por la ciudad, donde se aparecía inesperadamente a cualquier hora. Se refugió en la Playa, donde había montado una especie de taller renacentista; dibujaba, hacía magia, esculturas, poesía, se hizo trovador y practicaba artes marciales. Además de su afición por la mitomanía, otro de sus dones era la memoria: recitaba al dedillo a todos sus poetas preferidos. Me parece ahora mismo oírle decir "La madrugada" y "De codos en el puente", de Milanés, por quien Eliecer sentía tal devoción que algo de ese poeta había tratado de incorporar a su persona. Murió de repente cuando tenía treintiocho años.
Los que han sobrevivido y los que con lucidez hoy permanecen no han encontrado cómo descifrar el enigma que pende amenazante sobre la ciudad de los puentes. Demencia y muerte abrupta navegan por sus ríos, se impregnan en la brisa que desde la bahía baña toda Matanzas, las Alturas de Simpson, sus cumbres donde brillan varios verdes, la arena cenicienta de sus playas.

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