matanzas, la Atenas de Cuba



Que nombre bárbaro para una ciudad de poetas, cuando chica me contaban que los indios se arrojaban desde las alturas del Pan de Matanzas, al enorme bajío de Bacunayagua para no ser convertidos a ninguna religión ni capa; otras veces, que un indio se suicido por amor, y al arrojarse grito en su español incipiente "Yumuri", nombre del valle… después me dijeron que era por las matanzas de animales para avituallar las naves, frecuentes en la bahía...

Sin embargo la muerte no hace escala en la atmosfera romántica de la ciudad, tendida en la colina con habitantes imantados entre la Ermita de Monserrat, las playas, el fantasma de José Jacinto Milanés y cierta predilección por bien hablar y escribir- dicen los capullos de otras regiones, que tenemos esa “clase y porte a la antigua”-

Bendecida por el aire salitroso, el ulular constante de trenes, nací en la colina del Kilómetro 101. Matanzas es mi punto de ánima

El pasado 17 de febrero los matanceros estaban de fiesta, pues celebraron el 15 0 aniversario de la proclamación de la ciudad como la Atenas de Cuba, acontecida el 17de febrero de 1860, en el Liceo Artístico y Literario, en el callejón de San Severino.

En 1813 en la ciudad se introduce la imprenta, en 1835 se crea la Biblioteca Pública, y en 1842 se funda La Guirnalda, primera revista literaria matancera. Entre 1859 y 1860 el Liceo Artístico y Literario alcanzó celebridad, y basta saber que en 1861 la visita de La Avellaneda dejó huellas imperecederas en la cultura matancera.

En 1863 se inauguró el Teatro Esteban (Sauto) y al año siguiente el Instituto de Segunda Enseñanza. Por esa época el violinista matancero José White era aplaudido en muchos países y elogiado en varias crónicas por José Martí.

Se le conoce por más de 70 seudónimos, entre ellos la Ciudad de los puentes o la Venecia de América.


A la ciudad le he dedicado poemas y la novela Amarar, he aquí una crónica añejada y
completamente ficticia de su fundación.

XII

Lejos esta de pronunciar « Lo difícil es amanecer, la primera luz sobre la ciudad ». Facundo Vicente Rodrigo de San Carlos recibió la orden de que subiese al navío, bajo la voluntad del capitán Ferreiro, con la estricta recomendación de no salir a cubierta hasta el despacho de la mercadería del nuevo continente. Cuando estuviese hecha, esperaría al amanecer para llegarse al puente y contemplar a la sazón, con toda la priesa, la mar helada y el airecillo de un bufante puerto, anciano y estático.

Maldiciendo desde Cristo hasta el último funeral visto, halló en la bodega una pierna aderezada para la travesía, rosada y con olor perverso a carne manida, cual los glúteos desbordantes del ama Pancha, que le sirvieron de escondrijo tras el sofoco y la corrida en la aparición súbita del padre de la acariciada.

El corazón le salta. Tiempo imperfecto y de agonía entre ropas ceñidas y escaso esplendor de la carne. La carne olorosa a entrañas, apartada por la mar, erizada de cabezas que soplan fuego y sueltan rayos por los ojos, o tentadoras mujeres - peces cantando en madrugadas, y él sin correas, con el temor al brinco que le llevará al fondo de algas.

Cierta cantidad de moneda suena en la bolsa de cuero que le impuso el suegro en el cuello; hombre armado para temer y no implorar, quien sable en mano, amablemente le propuso el viaje o la permanencia, salvo promesa de no respetar la vida.

Ahora el hombre, monedas tintineantes, mira un puerto y la bajada del correo. Dicen, le han dicho que no puede descender hasta México, pero él ve tierra, un hombre desilusionado que no encontró sirenas, ni vientos, ve la tierra, y se aleja, se confunde en el arribo a una isla, prometida y nombrada como la llave de los golfos, de la América, de los descubrimientos.

Diría Facundo que fue el hambre y el recuerdo de la carne los consejeros de enrolarse como lustrador de botas en la tropa conquistadora, mejor oficio que a golpes de cincel extraer del rompimiento los bloques de las primeras edificaciones del mundo que se levanta.

Diría Facundo que fue el hambre y su mala lengua los consejeros de desperdigarse monte adentro en busca de una tojosa y luego entre asombro y uno que otro fruto, enamorado del camino andar y andar sin rumbo fijo hasta perder esperanza de hablar de estas linduras.

Al menos no moriría de la solera y las tripas descansarían de manifestarse, diría que andaría, pues el hombre, aun en el monte solo, tiene sus estrellas velando y su encomienda que hacer, antes de que suene la trompeta del silencio.

Leguas y leguas le destrozan las botas. No cuenta los pasos pues mira la intensidad y transparencia de la luna llena y las plantas parasitas enroscándose en los árboles del paraíso.

Algunas grutas en las elevaciones le brindan cobijo. Los vampiros voladores acechan y ha de espantarlos con ramajes de picuela y el crucifijo.

Busca siempre el llano que es donde menos cansa el cuerpo y llega al valle y al espejismo de un río, nacido de una abertura entre dos rocas, correntino hasta el mar.
Allegado a una ceiba, convínole proveerse de alimento y reformarse con la abundancia de agua. Por precaución, hinchó su odrecillo en el río y lo compuso con harina de maíz tostada. Luego penetró desnudo las aguas y se acarició en la noche, largamente se despojó del polvo.

De esta suerte e ímpetu de frescura destrozó una calabaza con la espada y se tentó al amarillo. Temiendo que el manjar quedase en olvido, recogió las semillas en su bolsa de cuero para coserlas luego de la jornada y regalarlas a su dama cual fina hechura de este mundo, y no del otro enjoyado y caballero.

Con gran tiento rastreó la orilla; con especial cuidado apartó arponcillos y anzuelos sin lengüeta en número de cinco. Descubrimiento que le impidió conciliar el sueño, esperando la aparición de los indios.

Pudo mas la canturía de las aves que el consistente resistir y antes de tenderse aunó manojos de fibras vegetales y reforzadas con palos, y constrúyase un suelo cielo que espantaba bichos e intromisiones humanas.

Un verde amansado por el río le impuso que estaba lejos, en soledad de gente, no de melancolía. La niebla parecía un papel que crepitaba con los movimientos del hombre.

Facundo subió entonces la colina, desafió la virginidad de la selva, apartó un arbusto en lo alto y vio el mar, la enorme y sosegada bahía de cristal azul. Hombre primero que despeja la visión, el campo abierto al conquistador que besa la cruz y murmura: « Cito: ante tanta beldad, que estas tierras conocerán el amor, yo, Facundo Vicente Rodrigo de… » Y el grito, mezclado al crujir de la blanca cortina dio paso al alba de un hombre en la montaña.

Estando él encima no despertaba del encanto y se atuvo a llegarse a la costa y andar .Otras jornadas a andar, andar siempre pegado al mangle, al arrecife, atemorizado de tanta belleza que jamás tendría cabida en los hombres.

Se dio por muerto y errante, se dio por repasar lo que guardaba el corazón, se dio de bruces un atardecer con las patas de un caballo y luego retornar entre miradas, bajo capota, al cuartel. Nuevamente expulsado a la tropa, a la tierra.
Mal sería su aspecto cuando las miradas se humedecían al contemplarle. Bien se oculta la lengua que no le acompañaba en el relato.

«… no me alargo, aunque bien podría…es el camino_repetía_de la ciudad prometida por Dios, ciudad sin nombre, hermoso y gran bajío hasta el mar, con arboledas muy grandes… »

Entonces desmayó para no retornar. Facundo angustió de su traición, había vendido el secreto de lo único que le pertenecía.

Apercibió el maese de campo, junto a la cuadrilla y dos clérigos, que el relato del moribundo no venía sólo del delirio. Hizo la reseña, con la orden de que el escribano especificase que perdió la vida en servicio de su majestad y de Dios, cosa que así se recogió. Luego mandó a la gente de servicio que sepultasen el cuerpo junto a un palmar, al abrigo del sol; que preparasen provisiones y se dispuso a partir.

La tropa formó en la plaza, donde Facundo reposaba en el suelo, su cabeza oculta en una sabana, las manos sueltas, como un guerrero desgajado que empieza a amarillear. De la mano derecha, caían semillas de calabaza, desprendidas también del cuerpo, perdidas en los canalizos inesperados de las primeras lluvias.

El rumbo de las semillas fue avistado por una chiquilla andrajosa, quien nacida en alta mar, arribó huérfana a esta orilla de la creación. Ella inició el desfile al bajar la cabeza ante el muerto; la tropa, como era menester, paso sombría y a distancia, galón en mano. Mas era tanto el espíritu del que yacía, era tanto el correr de las semillas que terminaron animándose y consolándose con vino.

Quedaba un sitio por nombrar; sentían, bruscamente, un agolpar del pecho. Desconocían que en el mes de octubre del año mil seiscientos noventa y tres se haría realidad la sentencia de Facundo: el paraíso tendría su nombre y pasión: Matanzas.

Matanzas: ciudad entrevista, nacida del alejamiento, la soledad y el amor.

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